ADELANTO EDITORIAL

Un libro fuera de serie

‘El río sin orillas’, de Juan José Saer, es una obra imprescindible de la literatura latinoamericana de las últimas décadas. En ella, el autor argentino realizó un viaje por la historia de su país remontando el Río de la Plata. Ahora se edita por primera vez en España con un prefacio inédito de Alan Pauls, del que publicamos un extracto

La ciudad de Buenos Aires era la capital del virreinato del Río de la Plata, en abierta competencia con Montevideo (Museo Naval / Museo de América).

El río sin orillas es un libro único, aunque no por razones que estén a la vista. Que sea el primer libro-ensayo que publica un escritor reconocido por su práctica de narrador y poeta y que ese ensayo sea monográfico, consagrado a un único tema, son sólo novedades aparentes. Después de todo, en 1991, cuando el libro se publica, Saer no era lo que se dice un recién llegado en las playas del ensayo. Revistas de literatura, columnas periodísticas e intervenciones en encuentros o coloquios ac...

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El río sin orillas es un libro único, aunque no por razones que estén a la vista. Que sea el primer libro-ensayo que publica un escritor reconocido por su práctica de narrador y poeta y que ese ensayo sea monográfico, consagrado a un único tema, son sólo novedades aparentes. Después de todo, en 1991, cuando el libro se publica, Saer no era lo que se dice un recién llegado en las playas del ensayo. Revistas de literatura, columnas periodísticas e intervenciones en encuentros o coloquios académicos le servían para librar batallas culturales, definir posiciones poético-políticas y fijar y promover su propio panteón literario. Tampoco era insólito que el tema del libro fuera un río. Ya había ríos en La mayor, en El entenado, en Nadie nada nunca. En rigor, buena parte de la ficción de Saer, por no decir toda, explora un espacio que atraviesa novelas y relatos, replica de algún modo los paisajes de Serodino y Colastiné Norte, sus lugares de infancia, en la provincia argentina de Santa Fe, y ostenta un signo fluvial indefectible. Escribir “la historia de una región a lo sumo” (no de un país o una provincia) fue desde el principio la médula del programa narrativo de Saer. Esa región (la zona que da título a su primer libro de relatos, En la zona, de 1960) siempre fue litoral.

Pero el Río de la Plata —el tema de El río sin orillas— no es el río Colastiné, ni la laguna Setúbal, ni siquiera el Paraná (que muere en él, sin embargo); es un río central, el río mainstream por excelencia, a tal punto que su nombre sirve para bautizar no sólo una región geográfica sino un ecosistema literario específico, esa “literatura del Río de la Plata” (Borges, Onetti, Felisberto Hernández) con la que Saer siempre se identificó —él, tan reacio, dicho sea de paso, a calzarse cualquier camiseta que no fuera las de frisa. De modo que el Gran Río no era un objeto “natural” para la sensibilidad saeriana, recelosa de todo lo que oliera a centralismo y atraída, más bien, por la discreción de lo lateral, los valores lacónicos y anti espectaculares de esa periferia de la periferia que es Santa Fe respecto de Buenos Aires. (Saer vivió en Francia más de la mitad de su vida, y es fama que cuando viajó a París por primera vez, en 1968, con una beca de estudios por seis meses, de Buenos Aires sólo pisó el aeropuerto para tomar el avión.)

Juan José Saer retratado en Madrid en 2002.BERNARDO PÉREZ

Si El río sin orillas es un proyecto (literalmente) fuera de serie, es por las condiciones que lo hicieron posible. El tipo de reto que el libro plantea a Saer no es formal (escribir un ensayo) ni temático (escribir sobre el río). Es más bien ético (aunque en Saer, modernista recalcitrante, la ética es siempre un problema formal y temático). El río sin orillas es por lo pronto el primer y único libro que Saer escribe bajo contrato, y el único, también, que escribe directamente a máquina. No son anomalías superfluas; no al menos para alguien como Saer, que creía con una fe ciega en la autonomía de la práctica literaria (su desdén del mercado, aun con sus posibles ambivalencias, era de pura cepa adorniana) y cuyos métodos artesanales de escritura eran tan preciados, tan constitutivos de su concepción de la literatura, como los principios que la apuntalaban. Saer lo escribía todo a mano, en libretas españolas cuyas tapas decoraba, y él mismo se encargaba de pasar a máquina o a la computadora sus originales manuscritos.

Contrato y máquina de escribir son los cabos visibles del marco nuevo en el que Saer escribe El río sin orillas, su “tratado imaginario” sobre el “río más ancho del mundo” (como lo ensalza una jactancia porteña a la que el escritor, haciendo leña del árbol que él mismo acaba de tumbar, dedica más de una página de sarcasmos). Para Saer, escribir bajo contrato es poner a prueba los límites, la resistencia, la elasticidad de su fe en la autonomía y de los programas, instrumentos y valores que hasta entonces la garantizaban. Es escribir, inscribir el libro en una legalidad exterior, heteronomía ominosa, a la vez pérfida y vulgar, que no perdía ocasión de escarnecer, con el compromiso de satisfacer plazos y demandas preexistentes al texto. Libro contratado antes de ser escrito, El río sin orillas es el primero y único que Saer escribe por encargo. Que lo escriba directamente a máquina prueba hasta qué punto decide zambullirse —no sondear ni ensayar, como seguramente le susurró que hiciera su radar antimercado— en las aguas que siempre había evitado.

Pescadores prueban fortuna en el Río de la Plata a su paso por Buenos Aires, algunos de cuyos barrios sufren una lacerante pobreza. / APNATACHA PISARENKO

El encargo, por lo demás, le llega en un momento particular. A mediados de los años 80, Saer tenía una obra sólida y un prestigio indiscutible entre pares y críticos —sus novelas figuraban en los planes de estudio universitarios—, pero su nombre seguía siendo un secreto a voces: el nombre de un escritor que aún no había encontrado el público que merecía. Tenía 45 años y había publicado una docena larga de libros, pero cada uno en una editorial distinta, lo que muestra hasta qué punto seguía cautivo de una cierta dispersión, librado de algún modo a sus fuerzas, como si cada vez tuviera que empezar de cero. Es entonces cuando se encuentra con Alberto Díaz, editor de Alianza, que admira su trabajo y decide apoyarlo. El primer mojón de la nueva fase es el premio español Nadal, que Saer gana en 1987 con La ocasión, una fábula de celos, locura y querellas filosóficas en la pampa alucinada de fines del siglo XIX. Como recordaba hace poco Díaz, Saer postergó todo lo que pudo la decisión de participar del premio. Cuando la tomó ya tenía el deadline de la entrega encima. Escribió la novela en un mes, proeza doble, por la rapidez, propia de un experimentado proveedor industrial, y porque satisfacía a la vez la demanda editorial y el peculiar modus operandi del Saer novelista, acostumbrado a expeler en meses las novelas que atesoraba durante años en su cabeza y sus libretas de notas.

La comisión de El río sin orillas llega también a través de Díaz, que para ese entonces ya gestiona la obra de Saer en Alianza. La idea inicial es escribir un libro sobre “la zona”, esa geografía a medias real, a medias imaginaria, que alimenta toda la obra de Saer. Después cambia, acaso influida por una colección de ensayos de escritores sobre ríos de Europa que queda trunca al cabo de un puñado de volúmenes, entre los que sobresale El Danubio de Claudio Magris, cuya traducción española aparece en 1988. El Río de la Plata no medirá los 3 mil kilómetros que mide el Danubio, pero ofrece mucha tela para cortar. Tiene por lo pronto ese carácter ilimitado que Saer subraya en el título del libro, eco del asombro con que un prócer del siglo XIX argentino, también de provincias, como Saer, constataba que Buenos Aires estaba emplazada “frente a un río sin ribera opuesta”. Ese prócer es Sarmiento, el sanjuanino que presidió el país entre 1868 y 1874, pedagogo fanático (“padre del aula/ Sarmiento inmortal”, nos obligaban a cantar en la escuela todos los 11 de septiembre, aniversario de su muerte), paladín de un proyecto modernizador del que el Río de la Plata era a la vez un elemento clave (vía de comunicación, de comercio, de transporte) y una suerte de metáfora. Hablar del Río de la Plata era hablar de la Argentina.

Saer nunca fue tan temerario como en estas páginas de encargo, tan imprudente, tan impúdico

Es curioso: su libro más imprevisible es éste, su libro de estratega. Saer nunca fue tan temerario como en estas páginas pactadas, nunca tan imprudente, tan impúdico, como cuando acepta la comisión que le llega de afuera, firma el contrato y escribe sondeando, midiendo, probando una y otra vez los bordes de la situación en la que se ha metido. Para un escritor argentino, escribir sobre el Río de la Plata es nombrar lo que no tiene por qué nombrarse (por obvio, porque está tan presente que es invisible, porque ya no es un río sino una identidad cultural, que más que nombrarse se encarna), igual que en el Corán, según decía el Borges que le gustaba a Saer, lo único que no corremos el riesgo de encontrar son camellos. Y es nombrarlo, además, para un público (europeo) que no lo conoce o que lo conoce mal, vagamente, de oídas, casi seguro desdibujado por la lejanía, la ignorancia o el prejuicio. Pocos retos tan problemáticos para un escritor como Saer, argentino y de provincias, que en el momento de aceptarlo llevaba un cuarto de siglo viviendo en Europa, más o menos reticente al llamado a la internacionalización con que el mercado editorial, cuando se acordaba de ellas, rondaba a las literaturas de los países periféricos. Es la “primera dificultad” que Saer reconoce en el proyecto: “Escribir un libro para lectores europeos”, dice, “tiene el inconveniente de que ese libro puede ser examinado con criterios más exigentes por sus lectores argentinos”. En otras palabras: ¿cómo escribir un solo libro para dos públicos? ¿Cómo escribir sobre lo obvio sin decepcionar, aburrir, ofuscar a aquellos para quienes es obvio? ¿Cómo dirigirse a esos potenciales lectores europeos —instancia clave de la política de divulgación que Díaz había asumido para con la obra de Saer— sin sacrificar a sus lectores argentinos?

El dictador argentino Jorge Rafael Videla (centro) saluda a los jugadores de la selección nacional de fútbol tras ganar ésta el Mundial de 1978.ASSOCIATED PRESS

No, sin duda, hablando “en general”. Saer habla a los lectores europeos, a “los idiotas” (en el sentido de los profanos), ateniéndose a la agenda de curiosidades y estereotipos que se supone que esperan, pero les habla delante de sus lectores argentinos, en presencia de los “no idiotas” (en el sentido de los iniciados), con quienes hace complicidad mediante guiños, ironías y entrecomillados que sólo ellos, en principio, están en condiciones de entender. Saer acepta el encargo (de escribir para otro público), pero no desaprovecha ocasión de exhibir ante su público propio, por imaginario que sea, la relación distante y aun sarcástica que mantiene con sus premisas.

Instalado en esa oscilación, a caballo de dos perspectivas que se relativizan mutuamente, Saer aborda el orden del día que viene junto con “el libro por encargo para lectores europeos”: el Río de la Plata (feo, descubierto de paso, con su “agua barrosa” sin belleza, pathos, teatralidad ni gloria), la pampa (fabricada por un lector de novelas importadas), el gaucho (errante miserable, empujado al campo por la miseria de la ciudad), las vacas (que transforman a los negreros originales, traficantes de esclavos, en ganaderos), la llanura (oprimida por “el peso del cielo”), los indios (exterminados en el siglo XIX), la literatura gauchesca (escrita por letrados), los vientos argentinos (dos viriles, el Pampero y el Norte, uno femenino, la Sudestada), la revista Sur (cuyos “intelectuales adoraban a los intelectuales europeos, igual que otros las piedras preciosas, y tenían con qué pagárselos, pero, a diferencia de los coleccionistas de diamantes, no siempre eran capaces de distinguir lo auténtico de las imitaciones”) y las hermanas Ocampo (miembros de “la vieja burguesía agraria que conservaba los ritos, los gustos, las costumbres y hasta los tics de la época patriarcal”), los huéspedes forasteros (el sobreadaptado Caillois, el clandestino, despechado, ruinoso Gombrowicz), el culto de la carne (“núcleo de la mitología e incluso la mística” de los argentinos), el gran Borges (“cuyo único bien era su inmenso talento”), el Borges deleznable (alérgico a los inmigrantes, conferencista del Círculo Militar, apologeta de las dictaduras), Perón (“un político hábil, pero un gobernante inepto y un economista deplorable”), el peronismo (“menjunje paternalista y populista con veleidades de fascismo), el dólar (”única religión vivaz del argentino medio”), la pasión del asado (“rito y promesa”, “ceremonia” que “reconcilia a los argentinos con sus orígenes y les da una ilusión de continuidad histórica y cultural”). Y, por supuesto, Buenos Aires, sede de todos los portentos nacionales, con su avenida 9 de Julio (la “más ancha del mundo”), Rivadavia (la “más larga del mundo”), el Obelisco, los bochornos de diciembre, los chistes de argentinos (“Desde el punto de vista económico, existían cuatro tipos de países: los países ricos, los países pobres, Japón y la Argentina”).


No falta nada. Imperceptiblemente, empujado por la lógica digresiva de su escritura —otra de sus “estrategias de narrador”—, Saer aprovecha la falta de orillas del río para apartarse de su cauce. Se deja distraer, arrastrar, desanda el camino (retórico, histórico, político) que había hecho del Río de la Plata una representación privilegiada del país, cuyos rasgos, de pronto, extremos y paradójicos, lo absorben por completo y borran todo el resto. Es como si el río hubiera sido el pretexto, la condición, quizás el motor de una necesidad pendiente, menos previsible, al acecho en algún recodo de su imaginación, que ahora, por fin, encuentra cómo satisfacerse. Saer es un guía de turismo responsable, escrupuloso. Su enciclopedismo es derivativo pero abrumador, y sabe alternar el tono zumbón de la trivia y el chisme con la perspicacia histórica o filosófica. Su agenda de tópicos argentinos es bastante completa. Pero es difícil que la versión que da de ellos contente al paladar del turista medio. En rigor, si Saer, con el pretexto de retratar un río, acepta pasearnos por la Argentina —una deferencia cien por ciento antisaeriana, que sólo la anomalía del libro por encargo podía haber hecho posible—, es porque descubre que tiene la chance, por fin, de interpretar en público, a su manera, es decir: escribiendo, el papel que deploraba a menudo cuando los que lo interpretaban eran otros, víctimas más o menos inevitables (el caso de Ernesto Sabato, por ejemplo) del síndrome del pontificador profesional, tan versado en histrionismo, énfasis, generalizaciones. De todos los papeles posibles, Saer, por su parte, elige el del aguafiestas —lo que, viniendo de un escritor fluvial, quizá no sea una sorpresa. Acepta la agenda que viene incluida en el libro por encargo; acepta sus temas, sus dilemas, sus highlights. Pero su personaje no tiene la simpatía que se esperaba, ni irradia el entusiasmo masivo, promocional, exigido por la función. Saer es el que no se deja hechizar; el que no cede a las mitologías —mucho menos a las prestigiosas, las arraigadas, las universales. Es el inseducible. De ahí —de esa resistencia terca— la porfía con la que su prosa frena toda admiración a punto de consolidarse, toda adhesión en ciernes, toda fe ciega, cualquiera sea, más aún cuando los objetos que las suscitan (pampa, caballos, Borges, gauchos, trigo, Evita, etc.) son los mismos que brillan en papel satinado desde los coffee table books bilingües por los que los turistas europeos pagan los dólares que hacen desesperar a los argentinos.

Extracto del prefacio inédito de Alan Pauls a ‘El río sin orillas’, de Juan José Saer, publicado por primera vez en Argentina en 1991 y editado ahora por primera vez en España por la editorial Días contados. 358 páginas. 19 euros.


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