Leyendo a Lídia Jorge
Para la novelista portuguesa, que hoy recibe el premio FIL, es decisiva la implicación entre literatura e historia
“Siempre es falso el futuro”, decía Canetti, pero además decía por qué, “tenemos demasiada influencia sobre él”. Y en el parón del tiempo que vivimos quizá la frase se haga más fácil de comprender.
Porque ya vemos que la vida real no obedece a ningún plan narrativo hacia lo mejor, a ningún —como se dice ya, pasando por alto la intención manipuladora— relato, sino que más bien parece cosa de nuestra cosecha, propio de las novelas. Bueno, de las novelas modernas, de las epopeyas antiguas y también de historiadores pers...
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“Siempre es falso el futuro”, decía Canetti, pero además decía por qué, “tenemos demasiada influencia sobre él”. Y en el parón del tiempo que vivimos quizá la frase se haga más fácil de comprender.
Porque ya vemos que la vida real no obedece a ningún plan narrativo hacia lo mejor, a ningún —como se dice ya, pasando por alto la intención manipuladora— relato, sino que más bien parece cosa de nuestra cosecha, propio de las novelas. Bueno, de las novelas modernas, de las epopeyas antiguas y también de historiadores persuadidos de que contar con una trama es disponer de una explicación. En su lógica se puede justificar incluso lo injustificable: la pérdida, la vida trunca, la dominación de unos por otros. Sólo serán sacrificios necesarios al buen fin —el futuro, precisamente— del argumento mismo. Por eso, de haber alguna frase transgresora, en tiempos de transgresión institucionalizada, es la de Canetti.
Y por eso es un tabú. Cuando se invoca el futuro, lo que se quiere invocar es el éxito y la receta para lograrlo. Tanto la publicidad (de cualquier cosa) como los no menos incesantes think tanks de la cultura y la economía simulan estar describiendo el presente cuando, en realidad, pretenden prescribir el futuro y premiar la adaptación.
En la obra de la novelista portuguesa Lídia Jorge, que hoy recibe el Premio Especial en Lenguas Romances de la FIL de Guadalajara, son decisivas las implicaciones de la historia y la literatura, o lo que es lo mismo, del tiempo y el deseo, con una complejidad y una atención que la hacen excepcional. La tradición más suspicaz achacaba a los poetas —lo que hoy llamaríamos narradores— las patrañas artísticas al servicio de la propaganda, un poco lo que hoy parece ser mérito de los asesores de comunicación. Aun así, algunos de ellos desvelaron el interés espurio de las políticas poéticas. Al repudiar postreramente la Eneida, Virgilio debió reparar en el perjuicio que a las existencias reales (tan queridas en su poesía geórgica) acarreaba la implantación de la esencial Roma aeterna —el Imperio de los Mil Años— a la que su poema había contribuido. En los días modernos, regidos por la razón histórica, Tolstói o Galdós presentaron sobre un mismo hilván a los personajes inmortales y a los de carne y hueso; seguramente fue en Paz en la guerra, de Unamuno, donde aparecen por primera vez drásticamente separados.
El jurado de la FIL dijo que la obra de Lídia Jorge “retrata el modo en que los seres se enfrentan a los grandes acontecimientos de la historia”. Y lo que suele ser el cliché que justifica un fallo, en su caso resultó extraordinariamente pertinente. Sus novelas, sus relatos, hablan de un lugar y un tiempo históricos, en sentido genuino; se trata del Portugal del último salazarismo, la descolonización (la política poética del régimen arguyó que no se trataba de colonias sino de provincias, como si esto justificara la masacre), la Revolución de los Claveles, de 1974, y la democracia. LJ vivió lo más ominoso de aquel periodo en Angola y Mozambique, así que lo escrito por ella sobre “el modo en que los seres han enfrentado los acontecimientos históricos” tiene un valor especial.
“La literatura lava con lágrimas ardientes los ojos de la historia”, dijo en Bogotá, en otra feria literaria. De manera que, cuando la historia es una obra de arte, también hace llorar, es la fuente del llanto. En la dirección del relato, la muerte y el sufrimiento son triturados y olvidados bajo las ruedas de hierro. En un ensayo titulado precisamente El concepto de historia: antiguo y moderno, Hannah Arendt hacía ver lo poco que pueden importar las existencias particulares si nuestra única comprensión del tiempo es la de un camino hacia ese futuro en el que todo quedará amortizado.
Aun así, viene a decirnos LJ, a la literatura no sólo compete esta función de crítico aguafiestas, sino la de contradecirlo con algo aún más misterioso, como es la esperanza, el amor, el deseo irrenunciables, en los que se constituye nuestro corazón. (Por eso los finales felices siempre van a favor de obra).
En novelas que quizá hoy una cultura esquemática considere difíciles, como Noticia de la ciudad silvestre, La costa de los murmullos o Estuario; en relatos como aquel inolvidable ‘Overbooking’, incluido en O Amor em Lobito Bay (en español, Los tiempos del esplendor), y que por algún lado evoca la mirada de Simone Weil a la desgracia, la pregunta insiste: ¿cómo es posible repudiar todo optimismo narrativo y al mismo tiempo sostener ese infinito deseo de plenitud? Sobre todo, ¿cómo hacerlo quienes no tenemos papel asignado en el argumento del éxito?
El sentido del tiempo es —según nuestra reflexión crítica— una falacia imaginaria, pero en lo más escondido de una fe animal es también un anhelo indesarraigable. La contradicción es difícil. La verdad es difícil; parece tener un interior demediado, incompatible consigo mismo. En todo caso, es así como una extraordinaria escritora nos obliga a distinguir, en literatura, la sencillez de la simpleza.