La historia detrás del cuadro de Videla que bajó Kirchner: el original fue robado un día antes y llegó a las manos menos pensadas
El acto fundacional del kirchnerismo, que gobernó Argentina durante 12 años tras ese gesto del presidente en 2004, quedó manchado por el plan de unos cadetes leales al genocida
“Proceda”, retumbó la voz del presidente Néstor Carlos Kirchner y el Jefe del Ejército, Roberto Bendini, subió una escalerita de tres escalones, estiró sus brazos y bajó el cuadro del dictador Jorge Rafael Videla que colgaba del Patio de Honor del Colegio Militar de la Nación en Buenos Aires. Era el 24 de marzo de 2004. Para muchos argentinos, ese fue el “acto fundacional del kirchnerismo” o “el día que nació la épica” del movimiento que gobernaría el país durante 12 años. Si saltamos la grieta, del otr...
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“Proceda”, retumbó la voz del presidente Néstor Carlos Kirchner y el Jefe del Ejército, Roberto Bendini, subió una escalerita de tres escalones, estiró sus brazos y bajó el cuadro del dictador Jorge Rafael Videla que colgaba del Patio de Honor del Colegio Militar de la Nación en Buenos Aires. Era el 24 de marzo de 2004. Para muchos argentinos, ese fue el “acto fundacional del kirchnerismo” o “el día que nació la épica” del movimiento que gobernaría el país durante 12 años. Si saltamos la grieta, del otro lado dirán que ese mismo día comenzó el relato o “el curro de los derechos humanos”.
Pero detrás de aquella icónica imagen hay otra historia, hasta ahora desconocida: 24 horas antes de ese acto, que conmemoraba un nuevo aniversario del Golpe Militar del 76, un grupo de cadetes que reivindicaba la figura del genocida (quien fuera uno de los máximos responsables de los 30.000 desaparecidos del régimen que gobernó Argentina entre 1976 y 1983) robó el retrato para boicotear el acto que quería realizar Kirchner. Fue un operativo secreto y quirúrgico, y el cuadro fue sustraído. Sin embargo, la sociedad argentina nunca lo supo: se ocultó el hecho, se imprimió una réplica veloz, y ese 24 de marzo de 2004, hace exactos 20 años, Néstor Kirchner tuvo su jornada histórica. El símbolo que buscaba tuvo la potencia que intuía el mandatario y las imagen de Bendini bajando el cuadro quedó inmortalizada.
Casi dos décadas después, durante tres años nos dedicamos a investigar esta historia, mencionada como leyenda por los pocos que la conocían. Recogimos decenas de testimonios pero uno se destaca sobre el resto: la confesión de uno de los jóvenes cadetes que participó del robo, hoy oficial del ejército, aún en actividad.
La historia completa la contamos en el libro El Cuadro (Editorial Planeta, 2023), donde relatamos al detalle las horas y las semanas previas a aquel día. Hay, además, un corolario inesperado: meses después del acto de Kirchner, la imagen original llegó a las manos menos pensadas. Las manos, por otro lado, más oscuras que podía tener esta historia.
“Hola, habla el general Videla”
Un par de días antes, en los pasillos del Edificio Libertador del ejército, arrancó a correr un rumor. La bola corrió con la velocidad de un alud hacia el resto de las dependencias: “Kirchner va a bajar el cuadro”. Aún no era oficial, pero en los cuarteles provocó un verdadero tembladeral.
“Es una afrenta contra el Ejército”. “Es pegarnos en el suelo”, decían ante la acción del presidente que había realizado la mayor purga de la historia (28 generales, incluso superior a los 22 que corrió en enero el presidente Milei) para poner a su hombre (Roberto Bendini) al frente de las Fuerzas Armadas. A partir de allí, Kirchner y los militares fueron enemigos íntimos.
No fueron pocos los generales que amagaron con pedir el pase a retiro cuando se supo que ahora Kirchner arremetía contra el cuadro del símbolo de la última dictadura, pero solo uno lo hizo antes de que el hecho fuera transmitido en cadena nacional. Su nombre es Rodrigo Soloaga, se trata de un general nacionalista, excombatiente de Malvinas, que volvió a ser noticia sobre el fin del Gobierno de Alberto Fernández por –una vez más– reivindicar a los militares presos por delitos de lesa humanidad.
“Es una humillación para el Ejército que bajen ese cuadro”, despotricaban los generales, con Soloaga como voz cantante ante la plana mayor del Ejército. Y esgrimían un par de argumentos: “Videla está ahí por su labor como director no por lo que hizo al frente del Proceso”, decían, como si su responsabilidad como director de la escuela pudiera eclipsar la tortura y el robo de bebés, entre otros delitos que cometió.
Unos días después de pedir el pase a retiro, sonó el teléfono en la casa de Soloaga. Del otro lado sonó una voz áspera, algo aflautada. Era Videla:
– Quiero agradecerle el gesto que tuvo para conmigo.
– Era lo que correspondía, mi general. Lo hice convencido.
A simple vista, el acto de bajar el cuadro de Videla era un mero símbolo. “Mero símbolo”. ¿Solo eso? ¿Por qué un militar terminaría con su carrera por un cuadro? Lo que desde afuera podría verse como algo absurdo, para los actores principales que “pujaban por el retrato” era la reinauguración de la batalla ideológica de los setenta. Era abrir una puerta que no se cerraría.
Tanto Kirchner como los militares sabían que los actos del Colegio Militar y la recuperación de la ESMA (la Escuela de Mecánica de la Armada, donde funcionó un centro de detención clandestina durante la última dictadura) eran el puntapié inicial hacia algo más grande: el siguiente paso sería la reactivación de los juicios contra los responsables de los crímenes de lesa humanidad.
Por esos días, los condenados por aquellos delitos estaban libres por las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Y los que aún estaban presos gozaban de prisión domiciliaria. En ese sentido, la eficacia en la búsqueda de justicia fue contundente: desde que se reactivaron aquellos juicios, hubo más de 1.100 condenados por causas de Lesa Humanidad.
Veinte años después de aquel acto, la discusión sobre los años setenta sigue latente y, con el cambio de aire político que vive la Argentina, algunos hasta fantasean con que esos cuadros regresen a su viejo lugar y comience el camino inverso. Algunas de las voces del mundo militar que aparecen en las páginas de El Cuadro son contundentes al respecto: “Esos cuadros van a volver a colgarse”.
El robo
Volvamos al año 2004, a los días previos al robo. El Gobierno y las Fuerzas Armadas comenzaban una guerra fría. Unos días antes del acto del 24 de marzo, cuando se supo la suerte que correría el cuadro, un grupo de cadetes, estudiantes del Colegio Militar, comenzó a gestar un operativo comando. Fue organizado desde las aulas y barajaron varias opciones.
Ocho cadetes audaces (la mayoría de familia de tradición militar, muchos de ellos con una visión que justificaba o reivindicaba la figura de Videla), fueron los ideólogos y ejecutores, pero muchos más alumnos supieron lo que iba a suceder. Tan es así que unos días antes muchos de ellos posaban delante del cuadro y le pedían al fotógrafo oficial de la institución que les tomara una imagen.
“La idea inicial era negarle el saludo a Kirchner, que era algo fuerte porque el presidente es el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas”, cuenta uno de los protagonistas del robo. Y agrega: “Pero hubo un grupo más reducido, muchos del palo militar de tradición, que quería ir más allá y directamente robar el cuadro para impedir que lo descolgaran”.
¿Cómo lo ejecutaron? “La operación se montó el 23, un día antes. Sucedió durante un horario muerto en el que todos se habían ido a hacer gimnasia y algunos otros a comer. Era el único momento en que el Patio de Honor quedaba vacío. Y en ese momento aprovechamos para hacerlo”, cuenta.
El Patio de honor del Colegio Militar es un lugar que guarda cierta aura mística para los cadetes y los recibidos. Por ejemplo, los estudiantes no pueden pisar las baldosas de la galería central hasta el día que se gradúan y reciben un “sable de honor” similar al del libertador José de San Martín diseñado en 1910 y que simboliza el ingreso a la fuerza. Ese lugar es custodiado por una centinela que abandona su lugar apenas unos minutos, en un cambio de guardia que se produce a las 12 del mediodía cuando los cadetes se van a hacer los ejercicios físicos. Ese fue el punto ciego que aprovecharon los responsables del atraco.
A la hora indicada, seis de los ocho cadetes montaron un sistema de campanas de seguridad y otros dos subieron al primer piso, para acceder a la galería. Cuando estuvieron frente al cuadro de Videla que aparecía junto a los otros directores del colegio, lo tomaron del marco, lo desarmaron y sacaron la lámina. En medio del silencio se escuchó cómo el vidrio estallaba contra el suelo. Un cadete plegó la imagen de manera tubular y la metió en el interior de su saco. No hubo tiempo para robar también el cuadro del general Reynaldo Bignone, el último presidente de facto, que Kirchner bajaría un día después. El testigo que relata la historia, hoy un oficial en funciones, se esfumó a paso rápido pero discreto con el trofeo en su poder.
El siguiente paso fue llegar a la posta y entregar en mano la imagen de Videla a otro de los cadetes que abandonaba la carrera militar: “A los que se iban de baja no los revisaban cuando salían”. El joven surcó esa especie de arco del triunfo que aparece en el ingreso del Colegio Militar y caminó los ciento y pocos metros que separan la institución de la estación de Ferrocarril.
Unos minutos después, un grito rompió con la monotonía que reinaba a esa hora en el Patio de Honor del Colegio Militar: “¡No lo puedo creer, qué está pasando!”. Los autores del robo aún se ríen cuando recuerdan la desesperación del teniente coronel Luis Pasqualini (jefe del Departamento de Dirección Académica del Colegio Militar) que se encontró con “la escena del crimen”.
“Pobre Pasqualini…”, decían, aunque el propio militar retirado, también consultado para el libro, dice no recordar haber sido él quien lo encontró, sino un ordenanza. Sí recuerda que fue él quien le informó de lo sucedido al general Gallardo, director del Colegio. Sin embargo, para ese entonces la imagen ya estaba bien lejos de la institución y se guardaba bajo siete llaves en algún lugar de la Ciudad de Buenos Aires. Pero pronto se iba a mover.
*
“Aunque sea con la foto del cumpleaños de Videla, a ese cuadro lo vamos a sacar igual”, bramó Néstor Kirchner cuando llegó a sus oídos el rumor del robo. El primer mandatario le pasó el problema a su jefe de gabinete, Alberto Fernández, que por esos años ni soñaba que 14 años después sería él quien llegaría a la Casa Rosada.
Fernández levantó el teléfono y habló con el Jefe del Ejército. “Bendini se hizo el boludo”, nos relató Fernández en una entrevista que realizamos en la Quinta de Olivos, cuando aún era presidente.
Luego Fernández llamó al Colegio Militar: “Me dicen que falta el cuadro, solucioname urgente ese tema, Gallardo”. Un rato después, el cuadro volvió a su lugar y el director del Colegio Militar tranquilizó al entonces Jefe de Gabinete: “Está todo bien ministro, el cuadro está en su lugar y custodiado”. ¿Cómo?
La historia del cuadro de Videla es una mamushka. Una anécdota dentro de otra. Siempre hay una nota lateral. Pero para entender cómo se pudo reemplazar tan rápido, la situación merece un flashback: en 1982, cuando Bignone dejó la dirección del Colegio para ocupar la presidencia de la Nación, se dirigió con su esposa a la ceremonia de rigor. Su imagen pasaría a formar parte de la galería del Patio de Honor, junto a los óleos de los otros exdirectores del colegio, entre ellos, Videla.
Cuando descubrieron la pintura de Bignone, la reacción de su mujer fue más que elocuente:
– Negro, vos sos feo, pero no tanto. Deciles que saquen ese cuadro y pongan una foto.
A unos metros, Raquel Hartridge observaba la situación al lado de su marido, Jorge Rafael Videla.
– Flaco, vos también estás horrible en ese cuadro, deciles que a vos también te cambien por una foto.
El capricho de esas dos mujeres rompió con una tradición que se había respetado a rajatabla desde 1869. Hasta allí, los cuadros de los directores eran pinturas, a partir de ahora serían fotos. Es allí cuando entró en acción Luis Billordo, el histórico fotógrafo del Colegio Militar de las últimas seis décadas.
Billordo es un hombre de casi ochenta años que durante la entrevista que nos concedió, en su espacio de trabajo en el Colegio, reivindicó abiertamente a Videla y a Bignone y se jacó de “haberle negado el saludo a Perón”. Tras el robo del cuadro, le ordenaron buscar los negativos de aquella foto. De mala gana cumplió la orden y reveló la imagen para que el cuadro de Videla regresara a la galería del patio de honor en tiempo récord. “No quería que se bajara ese cuadro, no lo resistía, tanto que me negué a estar en la ceremonia y fotografiar el acto”, contaría después. “Pero la institución está primero, por eso cumplí la orden”.
Como un náufrago que tira una botella al mar, el hombre que custodia el archivo del Colegio Militar de los últimos sesenta años, eligió una toma diferente de la tira de negativos a la de la foto original. Quizás quiso dejar una señal de que ese no era el cuadro original o simplemente pensó que nunca nadie lo notaría.
Nadie lo notó. Al día siguiente, el presidente dio la orden, Bendini bajó el cuadro, y grabó a fuego la imagen más fuerte del kirchnerismo naciente. Pero esta historia parece no terminar nunca, una mamushka en la que siempre aparece una sorpresa más.
El dictador tiene quien le escriba
El día que murió, a Videla no lo recibieron en ningún cementerio. En Mercedes, su pago chico, una ciudad de la periferia bonaerense a 80 kilómetros de la capital, hubo una pueblada para evitar que sus restos descansaran en la necrópolis municipal: el tendal de desaparecidos de su gobierno represor había llegado a su propia ciudad y él había decidido no salvarle el pellejo ni a dos sobrinos. Tampoco lo pusieron en el pabellón militar de la Chacarita, en la ciudad de Buenos Aires, por miedo a escraches. Finalmente, terminó en el Jardín de Paz, un cementerio privado, bajo un nombre falso. Su lápida reza “Familia Olmos”.
Sin embargo, aquellos cadetes que robaron su cuadro le rindieron tributo. Quizá le hayan dado su última alegría antes de volver a la cárcel, donde moriría en el inodoro de su celda.
La escena sucedió a fines de 2004. La espuma del acto (y del robo) había bajado un poco y los jóvenes cadetes golpearon la puerta de un departamento del quinto piso de la avenida Cabildo al 639, en la ciudad de Buenos Aires. Se escuchan pasos y una mujer preguntó: “¿Quién es?”, sin abrir la puerta. “Somos cadetes del Colegio Militar y venimos a ver al general”, le respondieron. La mujer se alejó sin decir nada y unos segundos después un hombre flaco y avejentado se asomó por la puerta. Estaba preso en su casa desde 1998, tenía las venas de los brazos y las manos marcadas, los ojos saltones hundidos entre los huesos del rostro, las gafas de marco grueso, apoyadas sobre las orejas puntiagudas.
“¿Qué necesitan?”, fue al grano.
Entonces, uno de ellos sacó una estructura tubular y desplegó la fotografía: “Vinimos a traerle su retrato”.
Le contaron quienes eran y confesaron lo que habían hecho. Le dijeron pocas palabras: “como militar usted no se merece lo que le está pasando”. Jorge Rafael Videla había escuchado el rumor del robo, una leyenda nunca confirmada pero circulaba entre militares.
Es imposible saber qué pensó. Quizá haya sentido que ganó una batalla en la guerra ideológica que aún libraba: aquellos futuros soldados (hoy, marzo de 2024, oficiales de carrera en actividad), aún respondían a su autoridad.
Se quedó con su cuadro como si fuera el original de la Gioconda. Su última satisfacción.
Un tiempo después, volvería a la cárcel para no salir nunca más.
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