El último día en la vida de un bar
El restaurante cubano más popular de Nueva York de los últimos años, Mi Salsa Kitchen, murió cuando más vivo estaba. Era, ante todo, un espacio para la música, pero no fue rentable
El bar finalmente cerró. Ya han descolgado del techo las 13 lámparas de vitral. Han amontonado las 26 sillas de espaldar rojo y las 14 mesas de madera. Han empacado en cajas de cartón los cubiertos de metal, los platos de porcelana blanca y las cantinas de frijol negro. De la oficina, han descolgado la foto de Juan Carlos Formell, un gesto que pondría fin al luto por la muerte del bajista, que se desplomó hace poco en el escenario del Lehman Center durante un concierto de la orquesta Los Van Van; han desatorn...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
El bar finalmente cerró. Ya han descolgado del techo las 13 lámparas de vitral. Han amontonado las 26 sillas de espaldar rojo y las 14 mesas de madera. Han empacado en cajas de cartón los cubiertos de metal, los platos de porcelana blanca y las cantinas de frijol negro. De la oficina, han descolgado la foto de Juan Carlos Formell, un gesto que pondría fin al luto por la muerte del bajista, que se desplomó hace poco en el escenario del Lehman Center durante un concierto de la orquesta Los Van Van; han desatornillado los cuadros de la pared, y un cartel que dice: E. Houston St, 1st Ave; han desmantelado la cocina, empacado la comida sobrante y contabilizado toda la bebida que no se bebió ni la última noche, ni la anterior, ni el resto en la vida de Mi Salsa Kitchen: dos botellas de Patrón Añejo, una de Don Julio 1942, tres de Cazadores Blancos, varias cajas de Bacardí, dos de Vermut extra dry, seis de Christian Brothers y la misma cantidad del vodka de la casa.
Todo será trasladado a un storage (almacén) del Bronx, esos cementerios del neoliberalismo destinados a la acumulación de objetos que un día sirvieron a alguien hasta que no sirvieron más, y que permanecen con la promesa de ser usados de nuevo. Hoy se ha trabajado mucho, los amigos han pasado a ayudar. Los ánimos se notan caídos. Suena de fondo una salsa boricua, digamos que Richie Ray y Bobby Cruz. Gustavo Martínez, el mesero venezolano que hasta ayer abría el lugar en sus turnos de once de la mañana a seis de la tarde, entra apurado a buscar la última propina de su última jornada laboral. Un llanto ahogado le llega de pronto: “Me da dolor ver esto”, dice, y limpia sus espejuelos de pasta negra. “Aquí no estaba trabajando en un restaurante, estaba trabajando con la familia”.
Luego sale por la puerta principal y se pierde entre la multitud del bajo Manhattan. Es lunes 27 de noviembre. Los neoyorquinos se recuperan del fin de semana de Thanksgiving. Se divisa en la acera de enfrente a unas jóvenes con la bandera de Palestina, alguien que pasea un perro que no es suyo y los carteles fluorescentes que anuncian pizzas de 99 centavos que nunca cuestan 99 centavos sino más. Al siguiente día, Maritza Rodríguez y Ernesto Lago, los dueños de Mi Salsa Kitchen, el bar/restaurante cubano más popular de Nueva York de los últimos dos años, entregarán las llaves del local ubicado justo en la esquina de las calles Allen y Houston. El lugar, que está muriendo cuando más vivo está, no fue rentable. Se comenta que lo convertirán en un restaurante chino, uno más en la lista de los 3,175 restaurantes chinos de Nueva York. Se ha oído decir que se inaugurará una hamburguesería, una más en la lista de los 17,253 negocios de hamburguesas de la ciudad. Nadie sabe con certeza lo que va a pasar.
***
El día anterior, Maritza llega sobre las cinco de la tarde, una tarde de domingo que más bien es una noche a la entrada del invierno neoyorquino. La ropa que viste no muestra señal alguna del invierno. Lleva un vestido largo de flores rosas y tenis cómodos y unos aretes rosa. Mientras Ana envuelve los cubiertos y Camila recibe algún pedido, Maritza se sienta a comer una orden de tacos. Ana y Camila son dos meseras jovencísimas que llegaron de Cuba hace poco más de un año y trabajan en el bar. La primera es curadora de arte, la segunda, artista. Se vieron involucradas en la lucha política contra el régimen de La Habana y luego fueron desterradas. Maritza dice que es el tipo de gente que emplean: amigos, personas recomendadas o disidentes.
“No son los que mejor trabajan, pero no me importa”, dice mientras devora el segundo de los tacos.
Desde la puerta principal alguien saluda a Maritza alzando la mano. Maritza le devuelve el saludo de igual forma. Maritza tiene 51 años, se enamoró de Ernesto hace 15. Antes trabajó en Amor Cubano, un restaurante ubicado en el corazón de Harlem. Es coqueta. Sonríe con frecuencia y cree que todo dueño de un bar tiene que ser empático y hacer que el cliente sea fiel. Otras veces, no pocas, ha tenido que mostrar carácter cuando alguien pasa tiempo en el bar sin consumir. “Hay gente que viene y quiere pararse a oír música gratis”, dice. “Yo les he dicho que esto no es un parque, esto hay que pagarlo”. Es lo que Maritza consideraría un mal cliente. Por el contrario, uno bueno es aquel que no solo consume, sino que sabe disfrutar del lugar.
Por ahora la música, una pista de la Charanga Habanera, se mantiene baja. El bar no está lleno, pero no faltan clientes en las mesas. Clientes de todo tipo: cubanos en su mayoría, pero también otros latinos, gringos y turistas de paso. Todo anuncia que se va a abarrotar. A un costado está una señora de más de 70 años con su perra en un coche pequeño. La señora profesa un profundo desprecio por las demás personas. “No me interesa la gente”, ha dicho. Tiene una cotorra de 36 años. La señora, de cejas pobladas y uñas de acrílico larguísimo, no habla con cualquiera. Si le caes mínimamente bien, podría recomendarte vitamina D3 para los cuidados de la piel, o recitar la lista de los mejores cirujanos plásticos de la ciudad. La señora es asidua al bar. De momento, entra un señor, asiduo y cubano como ella. La señora lo mira y arquea una ceja:
“Por gente como esa es que el bar está cerrando. No gastan dinero”.
La señora llegó de Cuba en los sesenta. No tiene familia acá. Tampoco la necesita. Vive a unas pocas cuadras del bar. Cada cierto tiempo se va de viaje con su perra. Algunos de esos viajes son a Miami, donde tiene una casa que no piensa habitar mientras tenga fuerzas para vivir en Nueva York.
“Miami te hace sentir vieja. En Nueva York mira cómo me mantengo”.
Carmelo, el ayudante de cocina mexicano de unos 60 años, sube y baja una escalera del sótano al bar constantemente, reponiendo todo lo que el tiempo y las personas van devorando. Ernesto, de 47 años, permanece en la cocina. No quería venir hoy, me dicen, pero cómo no iba a hacerlo. Es la última noche. Suena una campana y Ana entiende que la orden de algún cliente está lista. Todos saben que será el último picadillo a la habanera, los últimos tacos de carne y chipotle, las últimas masas de cerdo, los últimos frijoles negros y los últimos tostones rellenos. Lo saben los empleados y lo saben los clientes, que van llegando cada vez más, como si no fuera un domingo de rumba sino de misa.
Son cerca de las siete de la noche. Un cliente cincuentón se acerca a la barra y no habla, pero con un gesto anuncia que va a comer. Maritza, que ya ha terminado sus tacos y ahora atiende a los que llegan, agarra el gesto y lo interpreta, con la complicidad de dos jugadores en un terreno de béisbol. “¿Congrí y masas?”, le pregunta al cliente. El cliente asiente.
Las masas de cerdo son, probablemente, el plato más exitoso del lugar. Lo dice Alfredo Junco, cocinero desde sus comienzos. Junco, quien más de una vez dejó los fogones para saltar a la pista de baile, cree que el secreto de la comida en Mi Salsa Kitchen siempre estuvo en las texturas y los sabores, y en la libertad que le dio Ernesto para crear. “No es cocinar y ya, es ir investigando y encontrar los gustos de la gente”.
Ernesto decidió abrir el bar en febrero de 2020, cuando Nueva York devino el epicentro de la pandemia de coronavirus, y a un mismo tiempo cerraban sus puertas más de 80.000 restaurantes y perdían sus empleos más de 200.000 personas. “Fue un buen deal [negocio]”, dice Maritza. “Un momento en que te daban la renta baja. Teníamos miedo, pero estábamos convencidos de que iba a ser un éxito”.
La experiencia, la música y la comida que podían ofrecer les hizo pensar que iban a triunfar entre los varios restaurantes cubanos de la ciudad. Ernesto contrató a un chef para elaborar el menú, pero con la condición de que las masas fueran hechas estrictamente bajo la receta de su madre y su suegra. El largo menú lo integran platos tradicionales cubanos como la yuca frita, croquetas, lechón asado o congrí, con precios de hasta más de 25 dólares. A algunos les parece demasiado caro. A otros les parece justo. Maritza dice que no les quedó otra opción: “La comida cubana en esta ciudad es pésima. Nosotros tratamos de que fuera como la comida de la casa. Pero los precios, desgraciadamente, tienen que ser altos. Estamos en Nueva York”.
El menú tiene, además, una lista de platos que nada tienen que ver con la comida cubana y que demuestran que, efectivamente, estamos en Nueva York: los tacos de pollo o carne asada, las quesadillas de camarones, los burritos de chorizo, el guacamole y el pico de gallo, y las deliciosas salsas verde y roja que prepara Doris, una mexicana que cocina como los dioses la comida que todos buscan en Nueva York, rápida y ligera, en un sitio donde todos aparentan todo el tiempo que el tiempo no les alcanza.
“Fuimos cambiando el menú, porque empezó a venir gente que no era sólo de la comunidad cubana, y nos interesaba atrapar a otras comunidades”, dice Maritza, que ahora mide la cantidad exacta de ron blanco, zumo de limón, agua gaseada, hielo y yerbabuena. Es un mojito lo que le han ordenado.
La primera idea de Ernesto, que tenía la experiencia como mánager del restaurante cubano Guantanamera, el de tapas Lizarran, o la taquería Cascabel, no era inaugurar un restaurante, sino un lugar de comida cubana para llevar. Los neoyorquinos aman comer fuera y el pasado año cada hogar gastó 4.004 dólares en comida fuera de casa, justo el 37,6% de sus ingresos. Pero la idea de Ernesto no resultó y lo hicieron un restaurante. Cuando se dieron cuenta de que en esa zona del Lower East Side la gente comía menos y se divertía más, creyeron que era ideal para un bar, y lo convirtieron en bar. Desde entonces han despachado incontables copas de Old Cuban Mojito, de margaritas, de vino tempranillo, shots de tequila Cazamigos, vasos de vodka Tito y, cómo iban a faltar, las muchas cervezas Corona, Modelo, Peroni o Brooklyn IPA. A los neoyorquinos les encanta la cerveza, y se beben $830 por año, casi el doble del promedio nacional.
Yuri Herrera, un chef peruano que trabaja en la cocina de un hotel a dos cuadras de Mi Salsa Kitchen, conoció el lugar buscando una cerveza para tomar. “Era domingo y me dije: ‘Voy a comprar cervezas para explorar el barrio”. Había llegado a la ciudad hacía muy poco, y entró en la tienda de al lado. Oyó la música. Era salsa. “Desde ese día me hice amigo de Maritza y Ernesto. La pregunta que nos sale a todos ahora que va a cerrar es: ¿Y qué vamos a hacer?”
Las noches de verano son las noches en que más cerveza se vende en Mi Salsa Kitchen. Esas son las mejores noches. La vez que menos ha vendido el bar fue una en que contaron poco más de 100 dólares, y la vez que más han vendido hicieron poco más de 5.300. “Eso es bueno, pero tampoco es excelente”, dice Maritza. Ernesto piensa que si siempre hubiesen vendido esa cantidad, hoy no estarían cerrando.
El bar es un bar distinto cada día de la semana. Los lunes, el bar no abre. Un lugar muerto. Los martes, un sitio tranquilo, con clientes en su mayoría gringos. Los miércoles, un día tremendo, para algunos el mejor de los días, el día de la rumba cubana, tocada por cubanos, y colombianos, y dominicanos, y chilenos, y que reúne a la variada diáspora latina de Nueva York. La rumba, el ritmo de los dioses negros en la tierra, que trajeron los primeros cubanos al Central Park, y que se ha infiltrado en la vida pagana de Nueva York como no la hecho en Miami, ciudad del Sol y del largo exilio cubano. Los jueves cuenta como un mal día, de pocos clientes que se contonean con la música del grupo de cumbia colombiana Los Mochuelos, o del cubano Danny Rojo, o las descargas de Juan Carlos Formell y Danae Blanco.
“Fueron muchos momentos lindos”, dice Blanco, que empezó a cantar en Mi Salsa Kitchen desde sus inicios. “Hay algunos sitios donde se puede hacer música cubana, pero no puramente música cubana como en este”.
Algunos cubanos, sobre todos los cubanos de más de 50 años que viven en la ciudad de Nueva York, coinciden en que el viernes es el más especial de los días. Cada viernes a las nueve de la noche, bajo la luz tenue de Mi Salsa Kitchen, estalla la voz de Xiomara Laugart, una de las voces femeninas más importantes de Cuba. Todos quieren ver a Laugart. Todos creen que, en ciertos momentos, estar en Nueva York es como estar en La Habana. No pocas veces se oyó a alguien decir que estar en Mi Salsa Kitchen era como estar en Cuba. Lo que les recuerda a La Habana no es precisamente un parecido físico, no son sus paredes amarillas, sus ventanales de marco azul o sus malangas colgantes, sino un sentimiento, la otra idea de un país, el abrazo común del exilio, otra dimensión de la semejanza. Para los cubanos, los viernes eran los días de encontrarse con Laugart, y para Laugart los viernes eran los días de encontrarse con los cubanos de Nueva York.
“Era lo mejor de todos los viernes, cómo te recibía la gente”, dice la cantante. “Todos teníamos la necesidad de sentirnos en casa. Cantar en Mi Salsa Kitchen era como estar en La Habana, con mi clave, mi hijo al piano, la gente bailando, haciendo coro, como si estuviéramos en el centro de La Habana”.
Los sábados es el día de la agrupación Los tres del solar. Luego de cada función, el Dj Yongolailan se apodera del set, con una mezcla de los más antológicos temas de Van Van, los hits de verano de Bad Bunny, los merengues más sabrosos de Juan Luis Guerra, algún reguetón cubano de último turno, y las más emblemáticas pistas de Héctor Lavoe. Todos coinciden en que Mi Salsa Kitchen ha sido, ante todo, un espacio para la música. Una noche de rumba pasó el uruguayo Jorge Drexler y agarró el micrófono y cantó a coro con los rumberos. Otra noche memorable cantó Diego el Cigala. Una vez, el cantautor Descemer Bueno explotó el sitio de gente que coreaba su hit Bailando. Estuvieron allí la rapera Telmary, el rapero El B, el salsero Alexander Abreu, y varios de los integrantes de Van Van o de la agrupación Los Muñequitos de Matanzas.
“Estar en esta esquina es muy importante para mí”, dijo en una ocasión Bárbaro Ramos, primer bailarín de Los Muñequitos de Matanzas, cuando visitó el lugar en su viaje número 13 a Nueva York. “El ambiente es el de Cuba, y la rumba, es que yo amo la rumba”.
Los domingos son los días del Trío Guataca. Pero hoy es domingo 26 de noviembre y un cartel anuncia que no se tocará son cubano, sino que tendrá lugar la última rumba en Mi Salsa Kitchen. Lo han difundido en redes sociales y grupos de Whatsapp. El cartel tiene la foto del maestro rumbero Román Díaz, una leyenda del percusionismo y exintegrante de la agrupación Yoruba Andabo. Desde hace días se comenta que el restaurante va a cerrar. Nadie se lo cree. La gente se pregunta si es verdad que va a cerrar. Es verdad. La gente se pregunta si es para siempre. Para siempre. Otras veces también se pensó que el bar ya no daba más, como cuando el virus Omicron volvió a acuartelar a los neoyorquinos en sus casas, o con las subidas de los precios de la renta, o por la poca afluencia de bailadores durante el invierno. Luego el lugar, sin explicación alguna, volvía a renacer. Los últimos meses, de hecho, el lugar es un sitio vivo, de clientes fieles que lo reservan para sus salidas nocturnas. Cualquiera podría pensar que es un lugar exitoso, que está muriendo cuando más vivo está.
“Como bar ha sido exitoso, pero monetariamente no lo ha sido”, dice Ernesto, que en estos dos años ha visto cómo varios de los negocios vecinos han cerrado y reabierto, convertidos de restaurante en churrería, de discoteca en sitio de comida rápida, de pizzería en galería. Ernesto podría explicar por qué un bar cubano puede no ser exitoso en Nueva York. Podría mencionar las reducidas ventas, los pocos deliveries (entregas a domicilio), las reseñas que nunca tuvieron en los medios de prensa, o el espacio del lugar, demasiado pequeño.
Ahora que son algo más de las ocho de la noche, el bar, de poco más de 750 pies cuadrados, comienza a repletarse de personas, los últimos visitantes de Mi Salsa Kitchen. Ya llegó Juan Caballero, una fotógrafo cubano que documenta la rumba desde hace 20 años y que vive a solo diez minutos caminando. Juan nunca falta, sobre todo los miércoles y los viernes. Otras veces, cuando regresa del trabajo en el tren, a veces solo entra a saludar. “Lugares como este son irrepetibles”, dice. Se le ve triste. “Aquí hemos encontrado compañía, a alguien para conversar, para abrazarse”.
Luego entra, apurado, el rumbero Rafael Monteagudo, que se sentará ante el cajón quinto cuando comience el espectáculo. “Yo nunca pienso que es la última rumba acá”, asegura. “La vida nunca te dice cuándo es la última vez”.
El cantante Roger Consiglio, que se mantiene muy callado hasta que estalla la rumba, se muestra nostálgico. Dice que este es el único lugar donde se siente en casa. “Vienes y tienes un pedacito de Cuba”. También se nota apagado el chileno Maximo Valdés, que ha venido de mangas largas, y acompañará a Roger en el canto y las claves: “Este es un bar cubano, pero también latinoamericano”, dice. “Se formó una comunidad y le voy a echar de menos”.
El bar está abarrotado cuando suenan los primeros tambores, la guagua y los cencerros. Todos hacen silencio ante el altar de los rumberos. Afuera, las hileras de taxis amarillos que maldicen a Uber, las jovencitas en blusas desmangadas bajo un frío de cinco grados, las ratas que se pasean por la estación Second Avenue, las filas para el ATM (cajero automático) donde todos sacan el cash (efectivo) que nunca tienen, los vistosos porteros de edificios, los más elegantes porteros que pueda ostentar una ciudad, y los que llegan a Mi Salsa Kitchen, cada vez más.
Llega Pupy, que por mucho tiempo, con sus looks extravagantes de zapatos de punta, traje y sombrero, trabajó como una especie de host tropical. Pupy cree firmemente que lo mejor de Mi Salsa Kitchen era él mismo: “Este lugar es especial, pero más especial si estoy yo. No Pupy, no party [Sin Pupi no hay fiesta]”. Llega el doctor que tiene una esposa iraní y que no se pierde los días de salsa. Llega también DJ Gael Serafín, que ha hecho inolvidables fiestas en el bar, y que tiene aguados los ojos: “Ahora mismo me estoy dando cuenta de que no tenemos otro espacio para que los cubanos lleguen y estén juntos”, dice. Está también Susana Vallejo, una venezolana que llegó una noche durante la pandemia y no se fue más: “Es un lugar de encuentro, y ya no lo vamos a tener”. Llega Ricardo Arnáis, un peruano que dice no haber visto un lugar con hombres y mujeres tan hermosos. Se ve en una esquina sentada a la curadora de arte Tata Lopera, vecina del bar, que hace dos años salió del metro y le dijo a su esposo: “Están haciendo un nuevo sitio que se llama Mi Salsa Kitchen”. Desde entonces no dejó de visitarlo. En la barra está parado Alejandro Cedeño, un cliente fiel, que dice tener muchos sentimientos encontrados. Han llegado otros: la señora mayor que una vez se desmayó, se paró y siguió bailando; los que conforman la larga cola del baño; la profesora de estudios cubanos... Está Armando Suárez, el poeta que baila guaguancó y que cree que hay algo que nunca va a desaparecer: “Imagino que habrá otro lugar donde podamos volvernos a reunir”.
Maritza no ha dejado de vender tragos y tragos, como si la gente creyera que comprando todos los tragos de la última noche estuvieran a tiempo para salvar la vida del bar. Cuando el bar cierre, Maritza no sabe cómo pasará las noches encerrada en casa. Por el día piensa recuperar antiguos hábitos que el trabajo le quitó: ir al gimnasio, comer sano, descansar más, tener tiempo a solas con Ernesto. Se ve llegar mucha más gente. Abrazan a Maritza y le agradecen. No parece que sea el último día en la vida de nadie. ¿Te parece que es el último día? Maritza evita la idea: “Llevo un mes pensando que no es el último mes, que no es la última semana y hoy que no es la última noche”.
La rumba suena cada vez más fuerte. La gente apenas tiene espacio para bailar. Se siente la voz de Roger que dice: “Esta es la última rumba que cantamos en tu morada”. La gente, que ahora es coro, repite todo lo que Roger va diciendo. En un momento Roger grita: “Ave María qué calor”, y todos dicen “¡qué calor!” bajo los 12 grados del cielo de Manhattan. Han tenido que quitar las mesas para ganar espacio. No cabe un alma. De tantas voces, parece una sola voz. De tanta gente, parece una misma masa de cuerpo. Llega Román Díaz, el rumbero mayor. Todos saben que están viendo tocar a una leyenda. Llega taciturno, con sus habituales gafas y una boina. Román es más bien inexpresivo: “Todas las despedidas son tristes, hay una canción que lo dice”. Quiero saber qué canción es. “No sé qué canción es, pero existe”.
Cuando la rumba se acaba, más tarde de lo habitual, la gente no se va, sino que se mantiene rondando el lugar. No parecen los últimos momentos de un bar, no hay rituales o palabras de despedida. La gente se comporta como todas las noches de los últimos tiempos. Algunos agarran el abrigo y salen a fumar. Luego entran y se sientan en la barra. Es tarde, más de las dos de la mañana. Maritza sale de pronto. La policía ha pedido que hagan silencio, un vecino llamó para quejarse. Maritza entra y da la orden. Hay que irse. Nadie se va. Alguien rompe una botella y aparece Estuario a recoger los vidrios, un paraguayo que lleva más de cuarenta años sin documentos en la ciudad y que limpia el bar cuando todos se van. Los únicos que tienen el privilegio de conocer a Estuario son los madrugadores. La gente permanece como si quisiera alargar el tiempo de la vida del bar, pero ya es hora de irse. Mañana hay que recoger mesas, desmontar cuadros, contar todas las botellas que no se tomaron, toda la comida que no se comieron, para llevarlos a un storage del Bronx. Nadie hace caso. El bar, finalmente, cerró.