Literatura en llama: “Perdí la inocencia cuando empecé a desconfiar de mis iguales”
Comprender las interconexiones de las diversas formas de opresión, como las relacionadas con la raza, el género o la clase, es fundamental para desgranar las identidades que nos conforman y nuestra manera de estar en el mundo
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La infancia es un territorio del que nunca se sale del todo. Un campo fértil que va llenándose de colores y formas. Colores y formas que adquieren matices distintos con el paso del tiempo, que a veces recordamos con vivacidad y otras nublamos a base de batallar en terrenos nuevos. Da vértigo que pasen los a...
Esta es la versión web de Americanas, la newsletter de EL PAÍS América en el que aborda noticias e ideas con perspectiva de género. Si quieren suscribirse, pueden hacerlo en este enlace.
La infancia es un territorio del que nunca se sale del todo. Un campo fértil que va llenándose de colores y formas. Colores y formas que adquieren matices distintos con el paso del tiempo, que a veces recordamos con vivacidad y otras nublamos a base de batallar en terrenos nuevos. Da vértigo que pasen los años y que, de repente, un día nos preguntemos ante un auditorio por qué tuvimos infancias tan diferentes al resto de las que nos rodeaban o en qué momento perdimos la inocencia. Hacerlo acompañadas de miradas cómplices, supongo, es la biodramina, la medicina.
Tsitsi Dangarembga (Zimbabue) y Gloria Susana Esquivel (Colombia) compartieron mesa en el Hay Festival de la ciudad colombiana de Cartagena el mes pasado para conversar sobre el impacto transversal en cuestiones de raza, género y clase en sus trayectorias personales y literarias. Ambas autoras coinciden en que crecer educadas en el miedo y la violencia supone un problema, un trauma social, aseguran, al que apenas sabemos poner palabras.
“Crecí escuchando historias que advertían que la gente a mi alrededor iba a morir o que yo misma iba a morir. Me inculcaron el miedo a ser una mujer independiente. Solo si cumplía con el relato de ‘buena mujer’, entonces nada malo me pasaría. Y ese es un discurso muy, muy violento”. Gloria Susana Esquivel creció en una Colombia quebrada por el narcotráfico y la guerra. Recuerda cómo de normalizada estaba la criminalidad y cómo los discursos propagandísticos enfrentaban entre sí a los vecinos. Las historias nos empapan y nos condicionan, nos hacen víctimas de lo que aún nos queda lejos.
Ella lo tiene claro: “Yo perdí la inocencia cuando empecé a pensar así. Cuando empecé a desconfiar de mis iguales. Cuando empecé a reproducir la idea de que debemos temernos entre nosotros”. Ahora, en sus novelas, resuenan ecos de lo que aquella niña de pelo castaño y pasión al lápiz asumió de manera involuntaria y sin escapatoria. Las crónicas de miedo, de maltrato, de armas y de diásporas persiguen a la Esquivel adulta que se enmaraña con ellas y las transforma en tomos de vulnerabilidad y resistencia. Ya lo decía Clarice Lispector: “Quien escribe es un ser en estado de llama”.
Para Tsitsi Dangarembga, la pérdida de la inocencia llegó en los años 60 con la guerra civil forzada por el colonialismo que marcó su país y su infancia. Pasó parte de la niñez en Reino Unido, donde asegura que creció con un sentimiento de no pertenencia poco favorable para cualquier criatura que experimenta vivir. “Recuerdo a adultos comportándose de manera extraña y no saber por qué; y darme cuenta, después, de que tenía que ver con mi melanina. Recuerdo ser tratada de manera distinta que mi hermano; y luego entender que se debía a ser niña. Recuerdo ir a las casas de mis compañeras y ver más juguetes de los que había visto nunca; y asimilar, más tarde, que yo pertenecía a otro grupo que no tenía tanto”.
Tan naturales y crudos los recuerdos que nos aleccionan. Dangarembga habla de ellos con firmeza, casi apretándolos del cuello, invitándolos a quedarse a dormir, pues de ella son y de recuerdos es ella. En medio de esta relación simbiótica tan condenada en ocasiones para una de las partes, hablamos de perder la inocencia como de una zanja que separa el camino. Como una mutación del propósito humano, del télos. Apelamos a esta manida pureza, bondad intrínseca y caudalosa que poseen los niños, hijos de la luz, mientras desviamos el foco de los males estructurales, que son los que cavan profundo. Parece un juego de dioses: dar al crío la soltura plena junto al deseo de ser mayor, y al adulto la inseguridad constante aderezada con el deseo imposible de volver a la niñez. Entre medias, debaten filósofos y pensadores, se disipa el contacto originario con la vida. Perdemos la inocencia, nos decimos en un tono simplificador y un tanto asumido que parece habernos partido a todos en algún punto de la historia.
A la infancia, como a todo, se le llega desde varias esquinas. Para encontrar el centro del laberinto deben considerarse todas estas cuestiones de las que hablan Dangarembga y Esquivel en voz propia y en la de tantas otras. Comprender las interconexiones de las diversas formas de opresión, como las relacionadas con la raza, el género o la clase, es fundamental para desgranar las identidades que nos conforman y nuestra manera de estar en el mundo. En palabras de bell hooks, la interseccionalidad es clave para una verdadera liberación. La liberación para escribirnos y reescribirnos.
Quizá, poco a poco, sí que estemos siendo capaces de hablarlo, de encontrar las palabras, de sacarlo de nosotras y, por tanto, de empezar a sanar. Recuperar algún resquicio de esa inocencia, como reconquista de lo que algún día fue tan nuestro, puede ser la próxima meta.
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