La vanidad y el populismo

El gobierno de Duque no es impopular por caprichos de la ciudadanía. Lo es porque ha sido insensible e insolidario

El presidente Iván Duque emite su voto en las elecciones presidenciales que se llevaron a cabo el 29 de mayo.DPA (Europa Press)

En su tristemente célebre –y a la vez divertidísima– entrevista con el programa Hard Talk, de la BBC, el presidente Iván Duque hizo una declaración que parece salida de una sátira política: de una noticia de Actualidad Panamericana, por ejemplo, o de cualquiera de los memes más ingeniosos que circulan libremente por ahí. Ante una pregunta sobre la mala opinión que tiene la ciudadanía de su mandato, Duque esgrimió el argumento más bien tonto de que el porcentaje de aprobación de hoy era la misma cifra que el porcentaje de votos de su primera vuelta electoral, allá por el año remoto de 20...

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En su tristemente célebre –y a la vez divertidísima– entrevista con el programa Hard Talk, de la BBC, el presidente Iván Duque hizo una declaración que parece salida de una sátira política: de una noticia de Actualidad Panamericana, por ejemplo, o de cualquiera de los memes más ingeniosos que circulan libremente por ahí. Ante una pregunta sobre la mala opinión que tiene la ciudadanía de su mandato, Duque esgrimió el argumento más bien tonto de que el porcentaje de aprobación de hoy era la misma cifra que el porcentaje de votos de su primera vuelta electoral, allá por el año remoto de 2018. Imagino que habrá cruzado los dedos y esperado que nadie se diera cuenta de una obviedad: en 2018, él era un candidato que competía con otros cuatro. En las encuestas de ahora, en cambio, sólo tenía un contendor: la desaprobación. Y la desaprobación le ganó por goleada.

Tras ese intento fallido de juego de manos, el presidente continuó su respuesta con esta píldora: “Si pudiera presentarme a una reelección”, dijo inverosímilmente, “tenga por seguro que lucharía por ella y sería reelegido”. (Las traducciones de los medios en español prefirieron el participio reelecto, pero qué puedo decir: en cuestiones de lengua española tengo mis manías.) La risible declaración fue la instancia más reciente, pero sin duda no la última, de ese extraño síndrome que a Duque se le ha agudizado con el paso de los años: una total desconexión de la realidad. Es la misma desconexión que lo llevó a incluir un gravamen a los servicios funerarios en plena crisis sanitaria, mientras los colombianos morían de Covid en todas partes; la misma desconexión que lo llevó a disfrazarse de policía después de que la represión policial de unas protestas acabara con un saldo de varios muertos; la misma desconexión, acaso, que lo lleva a proclamarse cínicamente defensor de los acuerdos de paz cada vez que puede, cuando en realidad los ha deslegitimado desde el principio.

Los resultados de las elecciones del domingo pasado se explican en parte como un comentario sobre los cuatro años de Duque. Pero sólo en parte, porque todo en Colombia siempre es mucho más complicado de lo que parece: el ascenso súbito de Rodolfo Hernández no es solamente un rechazo de las castas, como se ha dicho tanto, sino que tiene mucho que ver también con la admiración lamentable que este país siempre ha tenido por los violentos y los malhablados; y no responde solamente a esa admiración lamentable, que nos lleva a aceptar y aun felicitar a quien agreda a otro o lo amenace con pegarle un tiro (o con darle en la cara, marica), sino que responde también a la infantilización de una sociedad que hace rato perdió la capacidad de concentrarse en algo, cualquier cosa, durante un tiempo sostenido. Ya hasta Twitter parece sobrepasar nuestra capacidad de atención, y basta con hacer aspavientos en TikTok, aparentemente, para acercarse a la presidencia de este país complejísimo.

Ahora me gustaría saber qué piensa el presidente Duque de la respuesta que le dio al periodista de Hard Talk: ¿todavía sigue creyendo que ganaría una hipotética reelección? Respuesta: tal vez sí. Duque ha dado sobrados ejemplos de que eso de la realidad no es con él. Pero habrá visto cómo Federico Gutiérrez, el candidato que su partido apoyaba, hizo todo lo posible por alejarse de él y de su presidencia en el intento por rescatar su candidatura. En nuestro país de polos irreconciliables, por supuesto, el esfuerzo fue en vano, sobre todo por las grotescas intervenciones del presidente, que quiso hacerle mella a Petro pero resultó haciéndole campaña. Entendió, al parecer, cuando ya era demasiado tarde. Ninguna figura se ha vuelto más tóxica que la de Uribe y ninguna compañía es hoy menos apetecible que la de los suyos, y ayer mismo Rodolfo Hernández aparecía en una entrevista –o en un publirreportaje: no era clara la diferencia– jurando en todos los tonos que nunca haría una alianza con el uribismo.

Seamos claros: el gobierno de Duque no es impopular por caprichos de la ciudadanía. Lo es porque ha sido insensible e insolidario, y porque se ha comportado siempre con arrogancia frente a los débiles y con sumisión frente a los poderosos, y sólo por eso le ha construido una autopista al más ramplón de los populismos. En tiempos de sufrimiento como los nuestros, después de una pandemia asesina y de una crisis devastadora que llevó a millones a la pobreza, y después de dolorosas revelaciones de nuestra propia crueldad que se han vuelto el pan de cada día (y sólo hay que imaginar lo que falta por saber), lo que a veces necesita un ciudadano es que el presidente de su país le dé una prueba de algo parecido al reconocimiento: que lo mire y lo escuche y sepa ver sus dificultades, sus carencias y sus dolores, o por lo menos sea capaz de fingir que lo hace. Duque les ha volteado la cara a sus ciudadanos; mientras tanto, Hernández les ha hecho sentir, con cada payasada y cada promesa barata, que los tiene en cuenta.

Claro: así funcionan los populismos, así han funcionado siempre. Pero el presidente, que tantos libros sobre política lee y cita, no se ha enterado todavía: porque está desconectado de la realidad. El día de las elecciones, alguien lo convenció –o tal vez fue idea suya: no me sorprendería– de que era buena idea poner una alfombra roja que salía de las puertas del palacio presidencial y llegaba hasta el puesto de votación. No sé si la intención ilusoria era devolverle un poco de majestad a este cargo que ha quedado por los suelos, pero el efecto fue retratar a un reyezuelo vanidoso y frívolo, aislado en su sendero de parafernalia, flanqueado por su guardia personal. Semejante puesta en escena era innecesaria, y además ingenua: ¿nadie le dijo a Duque que esas imágenes iban a contrastar duramente con la gente que braveaba inundaciones para meter el voto en la urna? ¿Nadie le hizo la caridad de pasarle un anecdotario de la Revolución Francesa?

Mientras tanto, ahí quedó Rodolfo Hernández: un hombre que lo ignora todo sobre la tarea infinitamente difícil de gobernar. El tiempo de Hernández se divide en dos: la mitad se le va explicando sus propias declaraciones machistas o xenófobas, o disculpándose por haber elogiado a Hitler (es que lo confundió con Einstein: a todos nos pasa). La otra mitad de su tiempo la ocupa con la repetición hasta la náusea de la única propuesta que tiene para este país de mil aristas: que los políticos dejen de robar. Está muy bien. Pero los políticos a los que se refiere con su generalización grosera están en los mismos partidos que ahora comienzan a unirse a su campaña, y él sólo atina a decir que acepta los votos pero no cambia el discurso. Y claro, hay un problema: a pesar de lo que puedan sugerir sus hipócritas antiuribismos de último minuto, en Hernández no hay discurso. Hay un recipiente vacío que se llenará con lo que traigan quienes le den su apoyo. Creer otra cosa, me temo, es de una ingenuidad que ahora mismo no nos podemos permitir.

Juan Gabriel Vásquez es escritor.

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