El discurso de Felipe VI
En su mensaje de Navidad, el rey de España encarna una paradoja: alguien no ungido por el voto popular se manifiesta en defensa del pluralismo y la democracia
Pocas veces los discursos de los reyes tienen trascendencia, quizá porque casi siempre buscan ser “políticamente correctos” y están llenos de lugares comunes. No ha sucedido así con el mensaje de Navidad de Felipe VI al pueblo español, cargado de contenido y pertinencia para los tiempos actuales.
El monarca ha recurrido a dos hechos singulares que han proyectad...
Pocas veces los discursos de los reyes tienen trascendencia, quizá porque casi siempre buscan ser “políticamente correctos” y están llenos de lugares comunes. No ha sucedido así con el mensaje de Navidad de Felipe VI al pueblo español, cargado de contenido y pertinencia para los tiempos actuales.
El monarca ha recurrido a dos hechos singulares que han proyectado a la España contemporánea: la Transición y el ingreso a la Unión Europea (UE), producto ambas del diálogo razonado y de la altura de miras. Al hacerlo, Felipe VI ejemplifica una especie de monarquía republicana: una institución consciente del deber de proteger la democracia, el diálogo y el pluralismo. Esto entraña una paradoja política: que alguien no ungido por el voto popular sea quien lo haga, precisamente cuando las principales amenazas contra el sistema se originan en líderes que sí han pasado por el tamiz de las urnas. ¡Vivir para ver!
El rey comprende el hastío, el desencanto y la desafección que genera el debate público, marcado no por una actitud tolerante, abierta a todas las opiniones, sino por el sectarismo y una polarización cada vez más exacerbada, que expulsa del mismo a la mayoría de ciudadanos, principales sujetos políticos de las democracias. De este modo, pone el acento donde más duele: en la degradación del debate —tanto en el lenguaje como en las formas— y en el fanatismo de convertir en demonios a quienes profesan ideas y pensamientos distintos. Una patología en auge en casi todo el mundo, la cual no debe ni estimularse ni dejarse prosperar, so pena de pagar grandes costos.
La deriva autoritaria
Cuando el rey afirma que “las ideas propias no pueden convertirse en dogmas ni las ajenas en amenazas”, hace una invitación explícita al diálogo, y retoma —sin citarla— uno de los principios de la Escuela de Salamanca: la verdad política no se impone por la fuerza, se abre paso mediante el razonamiento, la deliberación y la conciencia. Tiene razón el profesor y jurista Augusto Trujillo Muñoz, vicepresidente de la Conferencia Permanente de Academias Jurídicas de Iberoamérica, al afirmar que este concepto del bien común debería servir de base para cuestionar el pernicioso estado de acumulación incesante de riqueza en pocas manos, en detrimento de las grandes mayorías de la población.
La alocución real se inscribe en una tradición antidogmática: la legitimidad política nace del respeto al otro, nunca de su anulación. Es el presupuesto ético. Algo que parecen no comprender varios de los actuales mandatarios y líderes, en cuyo comportamiento predominan el insulto, la descalificación personal y la amenaza constante. La controversia política, no solo en España, pocas veces se refiere a los planteamientos de las personas, ni busca el intercambio de puntos de vista para enriquecer el debate. De esta forma, se quedan sin espacio la deliberación y la dialéctica, y por ello mismo no hay síntesis. Así, es imposible avanzar en la superación de los conflictos y problemas, que demandan visiones compartidas.
La manera virulenta como han reaccionado algunos partidos políticos españoles a las palabras de Felipe VI es un indicador de lo enquistados que están la intolerancia y el fanatismo en la sociedad española, cuyo caso no es, por desgracia, el único.
Por qué defender la Unión Europea
Otro aspecto destacable de la alocución real es la defensa de la UE por lo que ella representa en términos de avances civilizatorios, pese a su desaciertos y carencias. Es una potencia global, llamada a ser bastión de los valores democráticos, los derechos humanos y el multilateralismo, en un mundo que pareciera marchar de regreso a épocas bárbaras regidas por la ley del más fuerte. El rey subrayó que la UE encarna un modelo basado en reglas, cooperación y respeto a la dignidad humana. Esta referencia no es menor si se tienen en cuenta las hostilidades desatadas en su contra desde que asumió la presidencia Donald Trump. Al defenderla, Felipe VI proclama que los conflictos se resuelven mediante instituciones y que el poder tiene límites, por descomunal que sea. En tiempos en que algunos gobiernos elegidos democráticamente cuestionan estos principios, la defensa de Europa como proyecto político, ético y moral adquiere un significado estratégico mayor.
La UE es, hoy por hoy, la última línea de protección contra el ilimitado poder de las grandes empresas tecnológicas que, so pretexto de proteger la libertad de expresión y de empresa, pretenden desmantelar cualquier marco regulatorio para actuar sin cortapisas, y así controlar hasta los pensamientos de los ciudadanos. Algo inédito en la historia de la humanidad. Caminamos hacia un totalitarismo corporativo, aliado de un poder imperial, que pretende ser el nuevo absoluto. No existe ONU que valga, ni OMC ni CPI. Nadie tuvo nunca tanto poder, ni siquiera en los días del absolutismo monárquico, pues el Papa ejercía la facultad de disciplinar a los reyes y príncipes de la cristiandad, y existía un derecho canónico que respetar.
Si el cortafuegos europeo cae, si triunfan los partidos y movimientos ultranacionalistas que cuentan con el respaldo explícito de sectores del poder estadounidense, el mundo se parecerá al salvaje oeste norteamericano, en donde los forajidos más fuertes imponían la ley. No quedarán vestigios de legalidad internacional. Defender la UE es una decisión acertada y necesaria, debe interesar no solo a los ciudadanos europeos; la cuestión es de interés especial para los iberoamericanos, cuyos países están bajo asedio. Por eso el llamado del rey trasciende a las fronteras españolas. La democracia exige respeto institucional y una ética del límite en la acción política y económica, líneas rojas que jamás deben traspasarse.
Que voces no electas recuerden estas verdades debería interpelar a las élites políticas, para preguntarles en qué momento los representantes elegidos dejaron de ser los principales custodios del espíritu democrático. Esa es la paradoja de nuestro tiempo, quienes no pasan por las urnas recuerdan los límites del poder, mientras algunos de los que sí, parecen decididos a borrarlos de tajo. El discurso de Felipe VI merece ser escuchado y leído, dentro y fuera de España. Es una alerta: aún estamos a tiempo para actuar, y los desafíos actuales, como él lo dice, no se resuelven ni con retórica y con voluntarismo.