Gustavo Petro, la arquitectura de la Casa de Nariño y el debate sin resolver sobre la historia en los colegios de Colombia
El presidente ha criticado a los colombianos por desconocer la memoria de su propio país y ha utilizado el pasado de la residencia presidencial como el mejor ejemplo
Gustavo Petro no se siente bien en el palacio presidencial. El mandatario colombiano ha reiterado su desdén por la Casa de Nariño. Sospecha que hay fantasmas en sus “penumbras frías”. La arquitectura postiza, ha dicho, es un calco reciente de la aristocracia francesa, en un estilo neoclásico ajeno a la realidad del país sudamericano. Ese rechazo a la construcción le ha servido, a la vez, para ampliar sus críticas contra el desinterés de los colombianos por su pasado. Un hecho achacado por el presidente a que la historia no “se enseña de manera adecuada”. O que se trata de una materia cada vez más arrinconada dentro del pénsum de los colegios.
Sin embargo, no es cierto, como ha señalado Petro, que la materia de historia esté “prohibida” por orden de otro Gobierno. Desapareció del pénsum oficial en 1994, pero para formar parte durante dos décadas de los contenidos de la asignatura matriz de ciencias sociales. Con poca dedicación e intensidad horaria, en general. Hasta 2017, cuando la Administración de Juan Manuel Santos decretó su obligatoriedad. Ahora el problema está en descifrar qué ocurre con su enseñanza. Un asunto que la autonomía curricular, que por ley tienen todos los centros educativos en el país sudamericano, complica.
En Colombia, el Ministerio de Educación fija unas áreas obligatorias o troncales, con lineamientos generales donde cada institución escoge la metodología para dotar sus planes de estudio. Esa característica le ha ahorrado al país, quizás, el siempre espinoso debate sobre cómo se debería enseñar su pasado. Más aún en tiempos donde la historia ha sido señalada de ser un instrumento de disuasión política útil. Basta recordar que en Estados Unidos el presidente, Donald Trump, amenazó durante su primer mandato con cortar la financiación a los colegios en función de su abordaje de la historia de la esclavitud.
Un pasado sin conexión
Ante esa libertad, no resulta extraño que el país no cuente con un diagnóstico preciso sobre la situación. Las pruebas Saber 11, el examen oficial de último grado, es una de las herramientas, pero tiene varios puntos ciegos. “Ciencias sociales es una de las áreas más débiles, con los resultados más bajos de todos desde 2015. Para 2023, por ejemplo, solo el 22% de los estudiantes comprendía los conceptos, y solo el 2% podía, además, aplicarlos y transferirlos”, resume el experimentado pedagogo Julián de Zubiría. El docente y doctor en Historia Javier Guerrero añade: “El puntaje promedio en esa prueba fue de 48 puntos en una escala de 0 a 100 en 2023. Es decir, un bajo desempeño. Y en el 2024 no se reportaron cambios significativos con respecto a 2023”.
Enrique Chaux, doctor en Educación, reconoce los claroscuros: “El de Colombia es de los sistemas más descentralizados de educación que yo conozco. Da gran autonomía para innovar, por ejemplo, pero eso hace que sea muy difícil garantizar la calidad de los contenidos sobre distintos temas. El Ministerio ha buscado desde hace varias décadas hacer énfasis en qué habilidades, o capacidades, se deben desarrollar, y no en cuáles contenidos deben enseñarse”. Apunta que en el caso de la historia se ha privilegiado el pensamiento crítico o el análisis en detrimento del modelo cronológico o de memorización de fechas y personajes.
Una comisión asesora para la enseñanza de la historia se reunió a partir de 2017 con el objetivo de guiar el reintegro obligatorio de la materia en todos los grados, desde primero de primaria. Su diagnóstico, recogido a través de encuestas y talleres, reveló que el enfoque actual ha marginado a las minorías del relato. Halló pocas referencias al pasado de indígenas, negros, mujeres o regiones apartadas. Los pedagogos, además, detectaron que se enseña más la historia universal que la local, y que se ha enfatizado en una visión del pasado sin mayor conexión con el presente.
Por eso, Margarita Peña, historiadora y exdirectora del Instituto Colombiano para la Evaluación de la Educación (Icfes), plantea que el país adolece de un relato histórico básico común. Esa, a su juicio, es una falencia a la hora de diseñar lineamientos. En su opinión, sería deseable construir un argumento que destaque ciertos elementos históricos que funcionan como pegamento para la idea de nación. “En el proceso de paz de Sudáfrica fue clave para lograr la reconciliación. Los adultos tenemos la responsabilidad de trabajar con el fin de que los niños y jóvenes puedan discutir su pasado sobre una base compartida”.
Chile, en las antípodas
Chile es un buen ejemplo de una realidad opuesta a la colombiana. El país austral llegó a un consenso educativo tras superar décadas de dictadura militar. Hoy cuenta con un sistema que detalla los objetivos y contenidos que se imparten en los colegios desde 1998. Cristian Cox, doctor en Sociología y exrector de la Universidad Católica de Chile, recuerda que Colombia no cambia sus criterios pedagógicos en ciencias sociales desde hace más de dos décadas. Un atraso evidente para cualquier sociedad que aspire a avanzar en su intento de crear un sentimiento de comunidad.
“Cuando los mayores no saben, o no tienen qué comunicar a las nuevas generaciones, el diseño de un currículo se paraliza. No es posible ponerse de acuerdo en la definición de un bien común. O convenir en qué tipo de lenguaje queremos que sean educados y cómo deben ser examinados nuestros hijos”, afirma Cox. Lo dice consciente de que diseñar un pénsum es “la dimensión más política y compleja en educación”. Y por eso observa la coyuntura colombiana a la luz del enorme reto pedagógico para un país marcado por diversos ciclos de violencia política: “Además, una de las áreas más contenciosas es la de historia, porque aborda preguntas sobre tu propia identidad”.
Enrique Chaux, sin embargo, considera que el camino de autonomía curricular elegido tiene tantas bondades como desafíos. El reto más apremiante, dice, se centra en su implementación, y en la preparación de docentes y demás actores involucrados en la formación estudiantil: “Necesitamos avanzar mucho más. Se debe hacer un esfuerzo en las facultades de educación y Escuelas Normales. Enseñar a partir de competencias, desarrollar habilidades de empatía en los estudiantes, no es fácil y requiere de estrategias novedosas”.
La historia del palacio
El presidente Rafael Núñez, mejor conocido por su frase “regeneración o catástrofe”, ordenó en 1885 la compra de la casa natal de Antonio Nariño, traductor de la Declaración de los Derechos del Hombre del francés al español. Su idea era utilizar la céntrica vivienda como residencia provisional, mientras se terminaban las obras de refacción en el cercano Palacio de San Carlos, la sede de Gobierno en ese entonces —hoy lugar de la Cancillería—. Una vez terminaron los trabajos, el inmueble fue utilizado para alojar otras dependencias oficiales.
En 1904 el presidente Rafael Reyes se decanta de nuevo por la casa de Nariño, dos cuadras al sur de la Plaza de Bolívar como sede permanente del poder por su valor simbólico. No obstante, su sencillo estilo colonial español, uniforme en tipología y escala con los inmuebles de la zona, no realzaba la solemnidad del mando presidencial. Por eso, las autoridades ordenaron demolerla y levantar en su sitio un edificio en estilo neoclásico francés, cuyas obras terminaron en 1908.
En esa época también fue conocido como el Palacio de la Carrera. Con el tiempo se fueron comprando los inmuebles colindantes para ganar seguridad y alojar la guardia presidencial. En la década de 1930 se agregaron otros detalles. Y en 1972 se inició una drástica remodelación del palacete que ya sumaba más de 12 mil metros cuadrados de terreno. Aquella obra, que finalizó en 1978, le dio su aspecto actual y es la mansión contra la que el presidente Petro suele apuntar sus dardos.
El historiador y arquitecto Carlos Niño explica: “Sí, es una arquitectura impostada, porque construir en los años setenta en un estilo neoclásico palaciego es anacrónico. Pero esta y varias sociedades en el mundo, desde Estados Unidos hasta otras en Suramérica, han atribuido a ese clasicismo griego o romano cierto sentido aristocrático y de poder estatal”. En su opinión, habría sido deseable edificar una sede oficial en arquitectura moderna: “Pero es tan difícil encontrar buenos arquitectos para hacer un palacio modernista digno, como la Casa de Huéspedes en Cartagena de Rogelio Salmona. Corríamos el riesgo de acabar con un pastiche como el del actual Palacio de Justicia en la Plaza de Bolívar”.