‘Los nombres de Feliza’ recupera la vida de una mujer extraordinaria que no le hizo daño a nadie

Para la escultora colombiana Feliza Bursztyn (1933-1982) la felicidad consistía en que alguien la mirara como si luego la tuviera que hacer en barro. Esto es lo que hace Juan Gabriel Vásquez en su nueva novela, recién publicada

La escultora colombiana Feliza Bursztyn, en una fotografía sin datar.Penguin Random House

Los padres de Feliza Bursztyn quisieron llamarla Feigele, pajarito en yidis. Sin embargo, en un acto de amor, para que la vida de su hija fuera más sencilla y no tuviera que explicar cómo escribir su nombre, le pusieron Felicia. El 18 de enero de 1982, Gabriel García Márquez escribió, en EL PAÍS, que su amiga Feliza había muerto de tristeza. En su nota titulada Los 166 días de Feliza explicaba las razones del exilio de su amiga y el dolor de su muerte, que había comenzado desde que se vio obligada, 1...

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Los padres de Feliza Bursztyn quisieron llamarla Feigele, pajarito en yidis. Sin embargo, en un acto de amor, para que la vida de su hija fuera más sencilla y no tuviera que explicar cómo escribir su nombre, le pusieron Felicia. El 18 de enero de 1982, Gabriel García Márquez escribió, en EL PAÍS, que su amiga Feliza había muerto de tristeza. En su nota titulada Los 166 días de Feliza explicaba las razones del exilio de su amiga y el dolor de su muerte, que había comenzado desde que se vio obligada, 166 días antes, a abandonar el único lugar en el que quería vivir: Bogotá.

La nota de García Márquez buscaba responder dos preguntas que el director de El Tiempo había hecho días antes: ¿por qué tuvo que irse? ¿Por qué fue víctima de un exilio incomprensible al cual hubiera podido escapar con dos sencillas palabras? Las dos palabras sencillas nunca se sabrán, pero Vásquez con su extraordinaria investigación periodística y su talento literario da respuesta a la segunda. Colombia siempre quiso encerrar a Feliza en una jaula con reglas y orden, a las que ella desde niña se negó. Como Vásquez narra, esos metales de contención fueron convertidos en esculturas tan únicas como su creadora.

Los nombres de Feliza entrelaza la vida de su protagonista con las vidas de aquellos que la acompañaban, los que la querían y los que no, jugando con la propia vida de su autor en su búsqueda por encerrar a Feliza Bursztyn en prosa, para que nunca sea olvidada, pero de tal manera que se honre lo que siempre quiso ser y por lo que siempre luchó: su libertad.

A través del recuerdo de las conversaciones de Pablo Leyva, el esposo de Feliza que la amó sin aspavientos, Vásquez lleva al lector por los caminos que le permitieron encontrar a Feliza y a poder escribir su vida que, por momentos, se quisiera que fuera ficción. La escritura de Vásquez tiene la misma característica que el amor de Pablo por Feliza, la sencillez que proviene de un interés genuino por el otro y que permite que el lector sienta la valentía cotidiana de la protagonista, la alejada del alegato y la victimización.

Dividida en cuatro secciones, Los nombres de Feliza es un testimonio de la historia de Colombia a través de los pasos que tuvo que dar una mujer para poder ser diferente de lo que se esperaba que fuera. En el apartado tercero titulado Los ángeles equivocados, Vásquez escribe: “Había salido de Colombia como esposa presa y madre ausente, y ahora iba a volver como mujer libre, libre de ser artista y libre de ser mujer: libre, una vez más, de inventar su propia vida”. Feliza estuvo dos veces condenada al exilio, la primera por amar lo supuestamente equivocado, un hombre y una profesión que no le correspondían ni a una mujer de su condición social y, la segunda, por un delito que nunca cometió.

Fanny Mikey se despide de Feliza Bursztyn al salir de Colombia para exiliarse en México, el 8 de agosto de 1981.Periódico El Tiempo (Creative Commons)

Con su investigación de 28 años, Vásquez logró que Feliza Bursztyn no esté condenada a un tercer exilio: el del olvido colectivo. Como él mismo lo afirma en varios momentos de la narración, la generosidad de Pablo Leyva, a quien con todas las razones le dedica el libro, es lo que permitió que la vida de Feliza haya sido recuperada. Pablo Leyva abrió el cajón de los recuerdos dolorosos de los últimos días de su esposa, cuando su felicidad contagiosa y sus ganas de vivir eran cada vez menores, para recordar los más felices. La forma en la que ella le propuso matrimonio y arregló todo para casarse ese mismo día en un país que no era el de ninguno de los dos, la testarudez de confiar en la inocencia de las personas aunque todas las pruebas mostraran lo contrario y la negativa a que otros decidieran quién era y cómo tenía que vivir.

Pablo Leyva hizo todo para cumplir el último deseo de su esposa, que fuera enterrada en Bogotá, la ciudad que siempre quiso. Vásquez escribe cómo al final de su investigación fueron juntos al cementerio para ver la lápida con el nombre de la artista a la que le había dedicado 28 años de pensamientos y darse cuenta de que, una vez más, como había pasado de manera constante en su vida, su nombre estaba mal escrito. En vez de la “z”, su nombre había sido escrito con “s”, una letra que ni ella ni sus padres nunca pusieron en su nombre. Pues fue la misma Feliza en su adolescencia quien decidió que cambiaría la “c” por la “z” como constancia de su rebeldía, pero también de su felicidad.

En su nota, García Márquez explicó que una revisión médica exhaustiva había establecido que el mal de Feliza era un agotamiento general que, para el Nobel, era el nombre científico de la tristeza. Con las palabras de Vásquez, el lector siente esa tristeza injusta e inmerecida enfocada en una mujer que no hizo nada distinto que ser siempre ella misma.

Los nombres de Feliza es el testimonio de una lucha incansable por no perder la risa y la bondad, las dos características que nos hacen libres.

En las inscripciones fúnebres romanas rezaba: Siste viator, et dic mihi nomen que se traduce a “Detente viandante, y repite mi nombre”. Este es el gran logro de la obra de Vásquez, detenerse y detenernos para repetir un nombre que no debe ser olvidado, el de Feliza Bursztyn.

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