El hambre: con la esperanza entre los dientes

A los señores del hambre que con ella han escrito historias de muerte y mutilación, de confinamientos, desplazamientos y exterminios, habrá que darles su lugar en la historia de la infamia y la barbarie

El cortejo fúnebre del líder regional indígena Fredy Campo Bomba, asesinado por pistoleros, en Caldono, Colombia, en 2023.Andres Quintero (AP)

Un hombre regresaba a su casa por la vereda La Miranda, en Ituango. Ese 31 de octubre de 2009, como siempre lo hacía, empujó la puerta de madera sin bajarse del caballo para abrirse paso y seguir. Los vecinos que vivían arriba de la escuela resguardada por la puertecita de madera oyeron la explosión y vieron al hombre volar con todo y caballo. La guerrilla de las FARC había plantado una mina antipersona que él activó al ...

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Un hombre regresaba a su casa por la vereda La Miranda, en Ituango. Ese 31 de octubre de 2009, como siempre lo hacía, empujó la puerta de madera sin bajarse del caballo para abrirse paso y seguir. Los vecinos que vivían arriba de la escuela resguardada por la puertecita de madera oyeron la explosión y vieron al hombre volar con todo y caballo. La guerrilla de las FARC había plantado una mina antipersona que él activó al abrir la puerta o al paso del caballo, nadie sabe.

Recuerdo bien ese expediente, por la crueldad del evento y las secuelas que despojaron a ese hombre de tantos rasgos de su humanidad. La mina le robó la olfacción y, con ella, todos los recuerdos que sólo visitan la memoria alentados por aromas. También la vista casi por completo, el equilibrio y la movilidad de la mano derecha. No pudo, nunca más, caminar solo, trabajar o leer. Esa mina lo despojó incluso de su estima propia. Campesino y proveedor del hogar, se sintió, desde entonces, prescindible mientras veía el progresivo empobrecimiento de su familia, que hasta entonces había tenido alimento suficiente gracias a su trabajo y a los frutos de la tierra. Desde la explosión todo fue peor. A la tristeza por su condición, se sumaba la de la amenaza del hambre de sus hijas y su mujer.

Recuerdo bien ese expediente, además, por ella, la mujer del herido. Aunque el caso no se trataba de ella, gran parte de los testimonios y de la historia clínica la mencionaba. Su marido había sido evacuado desde Ituango hasta Medellín, en donde estuvo largamente hospitalizado. Ella debió viajar por su cuenta a acompañarlo. Y tuvo hambre desde el segundo día hasta que se animó a hablar con la trabajadora social que visitaba al paciente. En Medellín, contó después, no podía acceder a alimentos porque sólo tenía el dinero para regresar a casa en autobús.

A la trabajadora social le explicó que el miedo al rechazo, a la humillación, al estigma o a decisiones imaginadas sobre la atención médica a su marido le impidieron hablar del hambre durante días. Esa trabajadora social movió cielo y tierra. Después de un tiempo y muchas gestiones, consiguió que la señora accediera a un programa de ayuda humanitaria para quedarse en Medellín hasta que le dieran el alta al paciente, cuyo estado emocional demandaba de la compañía de su mujer.

Esta historia me hizo evocar otra. Distinta, pero no tanto. Un relato sufi de hace ocho siglos, que recordó hace años John Berger a propósito de la publicación de un libro suyo que lleva el título que tomé prestado para esta columna: Con la esperanza entre los dientes. La historia va de un hombre que viaja y está muy hambriento. Se aproxima a un palacio y toca la puerta para pedir alimento. Los dueños del palacio abren, pero, antes de oír el ruego del hambriento, sueltan a un perro feroz que se acerca amenazante al hombre. Él busca una piedra para mostrarle al perro y espantarlo. Pero el caminante, que además de tener hambre está congelado, no puede coger ni un guijarro. Hace tanto frío que las piedras están pegadas al suelo. Y entonces dice: cuando le avientan un perro fiero a un hombre hambriento y las piedras están pegadas al piso, estamos en un tiempo de barbarie.

En Colombia se superponen distintos tiempos y múltiples realidades. No es fácil ver con claridad si vivimos o no en tiempos de barbarie. Vivimos las democráticas convulsiones ciudadanas propias de las dinámicas de un estado en maduración constitucional, pero a la par vivimos las imposiciones de los armados. Vivimos en los caminos de la política y el derecho, y a la vez presenciamos los pulsos de los descreídos de la democracia. Vivimos la construcción de la paz, pero también vivimos sometidos a la crudeza de la guerra. Vivimos entre la abundancia y el hambre. Vivimos, en efecto, entre todos esos pares imposibles que se superponen a la vez sobre la misma gente y la misma tierra.

En el tiempo del postconflicto, la construcción de paz avanza en algunas regiones. Allí, el tiempo del calentamiento global enfurece ríos voraces que se tragan casas. Las familias que las habitaban, a su vez, viven el tiempo de una guerra gobernada por violentos que imponen paros armados. Todos son confinados a vivir el abandono y sus afugias en el reino del hambre.

El hambre ha servido como munición de guerra en este país. Algunas sentencias judiciales han dejado constancia de ello. Han contado al país urbano lo que no se ve: que a las mujeres indígenas las amenazan con el sometimiento sexual si van a las chagras (huertas o cultivos). A los hombres campesinos, indígenas y negros les aseguran un tiro y la eternidad bajo el río si salen a pescar. A todos les decomisan alimento, insumos y cosechas. Cuando el hambre acecha, todo es escenografía. El hambre quiebra a mujeres y hombres, a niños y mayores sin condescendencia con artificios del lenguaje político o académico.

Sí. Vivimos tiempos y realidades superpuestas, pero a los señores del hambre que con ella han escrito historias de muerte y mutilación, de confinamientos, desplazamientos y exterminios, habrá que darles su lugar de una vez. En la historia de la infamia y la barbarie. No en la de la democracia.


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