Trump, Petro y el ascensor
El daño está hecho. Más allá de quién sea elegido como próximo presidente de Estados Unidos, ambos bandos han alimentado el odio y la desconfianza. Pasa lo mismo en Colombia, donde cada vez es más difícil construir “comunidad”
En España aquel organismo que en Colombia llamamos “la administración” de un edificio o conjunto residencial tiene un nombre menos burocrático y lleno de sentido: la comunidad. Y es que, aunque “la comunidad” tiene un cuerpo directivo, con presidente, tesorero y otros cargos, al final de cuentas todos los dueños y residentes de un inmueble la componen. Pero más allá de integrarla, deben día a día contribuir para construirla y mantenerla pensando en el bienest...
En España aquel organismo que en Colombia llamamos “la administración” de un edificio o conjunto residencial tiene un nombre menos burocrático y lleno de sentido: la comunidad. Y es que, aunque “la comunidad” tiene un cuerpo directivo, con presidente, tesorero y otros cargos, al final de cuentas todos los dueños y residentes de un inmueble la componen. Pero más allá de integrarla, deben día a día contribuir para construirla y mantenerla pensando en el bienestar de todos.
Comienzo este escrito con esta analogía para volver sobre una frase que dejé en punta hace un par de semanas al decir que el presidente de un país –el que sea– debería comportarse como una suerte de padre de todos sus conciudadanos. Es decir, no solo como un guía que busca el mayor bienestar común, sino también como el garante de unas finanzas responsables y el promotor de un ambiente armonioso entre todos. Pero pasaron los días y me di cuenta de que, más que una familia, un país es como un edificio, donde todos hacemos parte de “la comunidad” y aquel que asume la responsabilidad de liderar a “la comunidad” debe ser el llamado a hacer del edificio un buen lugar para vivir para todos.
El próximo martes la gigantesca e influyente “comunidad” de los Estados Unidos elegirá su nuevo presidente. Y más allá de quién resulte electo, ese edificio habrá entrado en una espiral de autodestrucción que no solo le hará daño a ese inmueble, sino que terminará por agrietar todo el vecindario y la ciudad y el planeta.
El daño está hecho. El lamentable espectáculo político de los últimos meses (por no decir de los últimos años) ha hecho que los vecinos de ese edificio se odien tanto que no consideren posible una convivencia en común. Ambos campos –aunque sin duda uno se destaca más por ello– se dedicaron a consolidar su masa de votantes amasando la pasta del odio y la desconfianza hacia aquel que piensa distinto. Los argumentos y las propuestas dejaron de ser importantes. Lo importante era generar odio y temor, poderosos combustibles para llevar a más y más votantes a las urnas esperando que con su voto esos vecinos que piensan distinto sean expulsados del edificio. ¿Tiene sentido?
Es el lamentable juego de la antipolítica. Es apostar por una fórmula mágica para movilizar votos que termina siendo magia negra para “la comunidad” o, mejor, para la democracia. ¿No se suponía que en un país el ejercicio democrático debía llevar a mayor bienestar para todos? ¿O en qué momento las elecciones se convirtieron en un partido de fútbol donde quien gana se lleva todo y quien pierde debe ser eliminado?
Es más fácil manipular con los discursos efectistas de los malos y los buenos. Nada mejor que exclamar “ellos mienten” sin dar argumento alguno, pues quien grita “mienten” se corona a sí mismo como el detentor de la verdad para su grupo de vecinos. Lo vemos en Estados Unidos, pero está pasando aquí en Colombia. Petro, quien se vendió como el paradigma del amor, terminó convirtiendo sus buenas ideas para Colombia en el pretexto para hacernos unos enemigos de otros. ¿Eso es lo que se debe hacer para construir “comunidad”? En lo personal, no me interesa odiar a mis vecinos, pero algunos se empeñan en empujarnos hacia ese abismo que solo les sirve a ellos para ascender en un edificio que poco a poco dejan en ruinas.