Los cuatro niños colombianos sobrevivientes en la selva son una bofetada para Brasil

Lula, en vez de preocuparse en exceso por la guerra en Ucrania, debe mirar hacia la Amazonia y la defensa del medio ambiente y no verlo como una simple añadidura en su Gobierno

Uno de los niños hallados en la selva del Guaviare, en Colombia.Mauricio Dueñas Castañeda (EFE)

El Brasil de hoy, liberado ya de las truculencias de la extrema derecha bolsonarista, debería haber dado mayor relieve a la hazaña de los cuatro niños indígenas que consiguieron sobrevivir 40 días perdidos en la selva colombiana. Y ello porque durante los cuatro años del lúgubre Gobierno de Bolsonaro el tema de los indígenas fue en Brasil obje...

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El Brasil de hoy, liberado ya de las truculencias de la extrema derecha bolsonarista, debería haber dado mayor relieve a la hazaña de los cuatro niños indígenas que consiguieron sobrevivir 40 días perdidos en la selva colombiana. Y ello porque durante los cuatro años del lúgubre Gobierno de Bolsonaro el tema de los indígenas fue en Brasil objeto más bien de burla, de intereses espurios y mercantilistas que de preocupación por la defensa de esos pueblos y del medio ambiente.

Sobre el misterio de los cuatro niños indígenas capaces de sobrevivir solos en la selva se han escrito estos días cientos de artículos poniendo de relieve la fuerza y el misterio de la naturaleza al estado puro, todavía no profanada por el capitalismo salvaje, sobre la que existe toda una literatura incluso filosófica y religiosa.

Si el mundo se ve hoy amenazado de extinción por el abuso que de la naturaleza estamos haciendo los llamados civilizados, lo ocurrido con los cuatro niños indígenas no puede dejar de ser un aldabonazo en la conciencia mundial.

Aquí en Brasil, el Gobierno de Bolsonaro estuvo jalonado de intentos de destrucción de la selva amazónica, dejada en manos de ganaderos y buscadores de oro, ignorando que se trata de una reserva mundial de oxígeno.

Bolsonaro, en el colmo de su cinismo frente al problema de los indígenas que fueron los primeros propietarios de estas tierras, llegó a decir y riéndose, que lo que ellos quieren y sueñan es “ser gente como nosotros”. La traducción es fácil: esos pueblos que llamamos primitivos no son gente, no son personas, y se desviven por injertarse en nuestro deslumbrante consumismo.

Como ha escrito con ironía y amargura en su columna Fernando Gabeira, en el diario O Globo, uno de los intelectuales más respetados del país y que conoce personalmente los pueblos indígenas, “¡Cómo sería maravilloso para ellos [los indígenas] si tuvieran nuestro patrón de consumo, se movieran en coche y se vistieran de traje y corbata!”.

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Habría que preguntarse, en efecto, si cuatro niños de la llamada civilización habrían resistido 40 días y 40 noches en plena selva como los pequeños colombianos.

Hoy en que la nueva Administración progresista de Lula da Silva cuenta por primera vez y presidido por una indígena, con el ministerio de los Pueblos Originales, debería haber celebrado con relieve la gesta de los niños colombianos como símbolo y hasta profecía de la importancia mundial de la preservación del medio ambiente del que los pueblos indígenas son sus mejores guardianes naturales. No lo ha hecho.

Fue la Constitución brasileña de 1988 la que tuvo la idea luminosa de garantizar que los pueblos originales, reducidos hoy a poco más de medio millón de habitantes, abandonados a su suerte cuando no perseguidos y aniquilados para apoderarse de sus riquezas, tienen derecho a ser dueños de su territorio, de su cultura y de su religión.

Brasil está en el centro del interés mundial en el tema espinoso del medio ambiente y con un Gobierno que se proclama defensor de todos los derechos humanos. Cuenta con dos ministras aguerridas en la defensa de los pueblos originarios, una reserva no solo del clima sino de valores naturales y ancestrales que nuestra civilización del ruido, de la prisa y del consumo desmedido intenta silenciar.

En los primeros meses del nuevo Gobierno democrático ya ha habido en el Congreso intentos de desvalorizar a las dos ministras ambientalistas quitándoles poderes y relegándolas a segunda categoría, despojadas de poder para actuar. Ello supone una prueba importante para Lula. Deberá demostrar defendiendo a ambas ministras impidiendo que se les despoje de las atribuciones, que él y su Gobierno no son indiferentes a la gran preocupación mundial sobre el medio ambiente.

Bien está que Lula se interese, a veces hasta exageradamente, por el tema de la guerra de Ucrania. Así como que pretenda dedicar buena parte de su tiempo a viajar por el mundo como líder político global para lo que ha pedido un nuevo avión más amplio y más cómodo. Lo que no puede es considerar el tema de la defensa de la Amazonia como una simple añadidura y considerar a las dos ministras ambientalistas como meros floreros del Gabinete. Sería una traición y lo que es peor, hacerle un guiño al bolsonarismo que considera un desperdicio el no realizar la aniquilación de los pueblos indígenas, a los que no se les considera ni humanos y de dejar sus tierras como pasto para los especuladores.

Difícil olvidar cuando en una reunión con Bolsonaro, su entonces ministro del Medio Ambiente propuso la cínica idea de aprovechar que “Brasil estaba distraído y preocupado con la pandemia de la covid para hacer pasar el ganado” en la Amazonia. Lula no puede olvidarlo. Sería la peor forma de perder su sueño de ser galardonado con el Nobel de la Paz.

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