Digresiones para el Día del Periodista

El oficio que llamamos periodismo debería tener una consideración más alta que la que tienen los falibles individuos, pues su buena salud es indispensable para la salud de la democracia

El presidente de Colombia, Gustavo Petro, en la Escuela militar de Cadetes General José María Córdoba, en Bogotá, el 20 de agosto de 2022.Photo Guillermo Legaria/Getty Images

En junio del año pasado, después de las elecciones que ganó Gustavo Petro, escribí en este periódico que ese resultado me parecía lo mejor que podía pasarle a Colombia. No por él, que no era mi candidato ni me ha inspirado nunca la más mínima confianza, sino porque el programa de su partido prometía un compromiso sin fisuras con la implementación correcta de los Acuerdos del Teatro Colón, que el gobierno de Iván Duque aplicó mediocre y selectivamente cuando no los saboteó a concien...

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En junio del año pasado, después de las elecciones que ganó Gustavo Petro, escribí en este periódico que ese resultado me parecía lo mejor que podía pasarle a Colombia. No por él, que no era mi candidato ni me ha inspirado nunca la más mínima confianza, sino porque el programa de su partido prometía un compromiso sin fisuras con la implementación correcta de los Acuerdos del Teatro Colón, que el gobierno de Iván Duque aplicó mediocre y selectivamente cuando no los saboteó a conciencia. La otra razón por la que me parecía positiva la victoria del Pacto Histórico era muy sencilla: la opción era Rodolfo Hernández, un populista incompetente a más no poder, fabricado por la frivolidad de las redes sociales y por nuestro miedo al cambio, y demasiado susceptible a las zonas más reaccionarias de la derecha.

Es verdad, sí: me habría gustado un partido de gobierno que no llegara al poder corriendo las líneas éticas, según la cínica expresión de un estratega que a muchos se les ha olvidado ya, ni haciendo guerra sucia contra los oponentes porque algunos se la hicieron a ellos. Yo no sé si en el futuro este país merecerá que unas elecciones presidenciales no sean un barrial de bajezas morales: no sé si mereceremos ser gobernados por un partido que no crea que todo vale, que no esté dispuesto a correr líneas ni a fabricar desprestigios, y, sobre todo, que no justifique con facilidad lo que en el oponente condenaría sin vacilación. Cuando salieron a la luz (con malas artes, como salen a la luz las cosas en este país) las tácticas sucias contra el candidato de la derecha, el uribismo puso el grito en el cielo; pero, como ya he dicho en otras partes, su indignación habría sido mucho más creíble si también la hubieran manifestado cuando los calumniados eran víctimas del Twitter de Uribe: militantes de izquierda o periodistas críticos que, después de un trino, se vieron obligados durante meses a llevar guardaespaldas.

En cualquier caso, llevo seis meses queriendo que a este gobierno le vaya bien. No sólo porque su fracaso sería un fracaso de todos, no sólo de los que votaron por él, sino porque la lenta invención de una izquierda democrática y sensata me parece cuestión de urgencia, y eso no parece posible si este presidente comete más insensateces de las que aguante la democracia. Por eso me decepcionan y me preocupan las derivas recientes de Petro, que parece creer con una parte de su cabeza que todavía no es presidente, sino que sigue siendo candidato. No soy el primero en notar que Petro, cuando invita a la gente a manifestarse a favor de leyes que nadie conoce, cuando le pide a la gente que salga para “discutir en la calle las reformas”, se está apoyando en estrategias que se parecen demasiado al “estado de opinión” con el que Uribe quiso hacerles el quite a los obstáculos legales que se interponían entre él y su modelo de país. Así nos va a los colombianos: cada lado cree que los atajos están bien si los toman ellos, y muy mal si los toman los otros.

En realidad, Petro no puede pensar que en la calle se va a discutir nada, ni con seriedad ni sin ella: quiere saltarse los conductos de deliberación que son propios de una democracia madura para cambiar las ideas por las emociones, y cuanto menos informadas, mejor. Por supuesto que, cuando hablo de democracia madura, me estoy imaginando algo muy distinto a lo que ocurre en el congreso; cuando hablo de deliberación, no me refiero a la sinrazón, la violencia retórica y la tontería serial de tantos representantes de nuestra derecha atrabiliaria, esos azuzadores de profesión que parecen convencidos de que el éxito político sólo se logra si se siembran suficientes odios, si las diferencias políticas se convierten en virtuales peleas de cuchilleros, si hay sangre en la arena. Tengo en mente varios nombres; cuando pienso en ellos y en lo que dicen, no me sorprende que los otros lleguen a la conclusión de que cualquier negociación es infructuosa y cualquier diálogo es inútil: más vale sacar músculo en la calle.

Claro, cambiar la razón por las emociones es el primer artículo del decálogo del perfecto populista. Hay que emocionar a los bandos y luego, como dice un poema, que alguien pase a recoger los restos. Lo fascinante del espectáculo de Petro es que todo parece ocurrir a pesar suyo, como si el populista que ha llevado dentro toda la vida a veces se le saliera sin permiso: de repente declara que en las autopistas 4G “se tira la plata”, pues sólo contribuyen al “concepto capitalista de la velocidad”, y ni siquiera se sonroja tras semejante tontería. Cuando leí estas palabras tuve que ir a verificar que la cita viniera de una fuente confiable: no me parecía verosímil que hubiera salido de las declaraciones públicas de un presidente en ejercicio, y no del ensayo escolar de un adolescente que acaba de leer su primer resumen de Marx. (Aunque los marxistas del siglo XX han señalado con frecuencia que el culto de la velocidad, que tanto les gustaba a los futuristas italianos, es inseparable del auge fascista de Mussolini. Cosas de la historia.)

Pues bien, ese populista que Petro lleva dentro ha vuelto a asomarse en los últimos días, esta vez para atacar a los medios de comunicación. Los ha acusado de ser parte del “establecimiento”, lo cual, viniendo de un presidente en ejercicio que lleva décadas en las élites políticas, es por lo menos contradictorio; y es también amnésico, pues algunos de esos medios del “establecimiento” contienen las columnas de opinión que ayudaron a llevarlo a la presidencia, por no hablar de los reportajes que recogieron sus denuncias de congresista y construyeron su reputación como opositor formidable. En el periodismo colombiano hay practicantes mejores y peores, los hay justos y profesionales y también mediocres e injustos, los hay sectarios y moderados y clarividentes y confundidos; pero el oficio que llamamos periodismo, que es el lugar donde todos trabajan, debería tener una consideración más alta que la que tienen los falibles individuos, pues su buena salud es indispensable para la salud de la democracia.

El presidente tiene todo el derecho de defenderse de las críticas, pero uno agradecería que la defensa se diera contra las cifras equivocadas y los argumentos falaces, no contra el gremio y mucho menos contra esa entidad gaseosa que sirve para todo: el “establecimiento”. La verdad incontrovertible es que minar la credibilidad de los medios críticos puede quitarle incomodidades al presidente, pero también le quitará defensas a la sociedad. Algo muy parecido tuve que escribir varias veces durante los últimos tres años del gobierno de Uribe: no sé si eso quiera decir algo. Recordemos todo esto hoy, cuando celebramos un día que sólo se celebra porque los periodistas —en todos los tiempos y en todos los lugares— han sido incómodos y han sido atacados por serlo.

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