Defender el informe es defender la paz

La inmensa mayoría de las opiniones que he leído en contra del informe de la Comisión tienen en común un rasgo lamentable: es evidente que no lo han leído

El padre Francisco de Roux entrega el informe de la Comisión de la Verdad en el teatro Jorge Eliécer Gaitán, en Bogotá, el 28 de junio de 2022.Diego Cuevas

Alejandro Gaviria, el nuevo ministro de Educación, se atrevió a sugerir que el informe final de la Comisión de la Verdad debería llevarse a las escuelas, y de inmediato la oposición –ya no se sabe a qué: al informe, a los acuerdos, a Santos, a lo que todavía no ha hecho Petro– puso el grito en el cielo. Y está muy bien que se debata el asunto, porque as...

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Alejandro Gaviria, el nuevo ministro de Educación, se atrevió a sugerir que el informe final de la Comisión de la Verdad debería llevarse a las escuelas, y de inmediato la oposición –ya no se sabe a qué: al informe, a los acuerdos, a Santos, a lo que todavía no ha hecho Petro– puso el grito en el cielo. Y está muy bien que se debata el asunto, porque así es como se escribe la historia de un país: es una lenta negociación que se hace entre nuestras distintas versiones. Pero en este caso no se ha tratado de un debate legítimo ni de una conversación pública de ningún tipo, pues la inmensa mayoría de las opiniones que he leído en contra del informe de la Comisión tienen en común un rasgo lamentable: es evidente que no lo han leído. Y yo he pensado: ¿dónde he visto esto antes? ¿Dónde he visto a líderes de opinión o políticos importantes o tuiteros glorificados o celebridades de pocas luces despotricar contra un texto sin haberlo leído antes?

Lo que está pasando con el informe de la Comisión, creo yo, se parece demasiado a lo de 2016: cuando buena parte de la opinión pública –tuiteros, políticos, periodistas– se subió con gusto al tren de mentiras, calumnias y desinformaciones que propagó la campaña por el No a los acuerdos. En ese tren de mentiras iban, por ejemplo, los líderes religiosos, y sobre todo uno que se comportaba como líder religioso a pesar de ser un funcionario de esta república que, por lo menos sobre el papel, sigue siendo laica: el inefable procurador de la época, Alejandro Ordóñez. El procurador les explicó a sus seguidores cómo el texto contenía, agazapada, una herramienta misteriosa que sería la muerte de la familia cristiana: la ideología de género (la “ideología homosexual de género”, dijo una propaganda). Después de ese plebiscito infeliz que todavía nos divide –o mejor: que muchos usan todavía para dividirnos–, un puñado de predicadores le confesaron a Santos que no habían leído los acuerdos ni sabían qué había en ellos. Simplemente habían confiado en la palabra de Ordóñez.

Igual que otros, tantos otros, le creyeron al uribismo cuando dijo que en La Habana se estaba negociando el fin de la propiedad privada. O cuando la campaña por el No dijo que el dinero para la desmovilización de los guerrilleros iba a salir de las pensiones de la clase media. O cuando aseguraron que la aprobación de los acuerdos nos iba a convertir ipso facto en Venezuela. O cuando otros líderes religiosos contaron que los acuerdos habían comenzado y terminado con rituales satánicos. “¿Quiere que yo sea su presidente?”, nos preguntaba un cartel enorme sobre la foto de Timochenko. “No al aborto. Voto No a los acuerdos”, decía la ventana trasera de un taxi en Cartagena. Recordarán ustedes las palabras del gerente de la campaña por el No, Juan Carlos Vélez Uribe, que dio una de las entrevistas más trágicamente cómicas de la historia del periodismo. “La estrategia era dejar de explicar los acuerdos”, dijo, “para centrarse en la indignación”. Claro: es que querían que la gente “saliera a votar verraca”.

Y tal vez me equivoque, pero esto es lo que veo: los que hace seis años decidieron dejar de explicar los acuerdos son los mismos que ahora se niegan a que se explique el informe de la Comisión de la Verdad. Ahora no hay una campaña organizada, pero el modus operandi es el mismo: la deslegitimación, la desinformación, el aprovechamiento de la indignación que vive siempre tan presta entre nosotros. Las primeras condenas, que fueron las más indignadas, me llegaron cuando volvía a mi casa desde el Teatro Jorge Eliécer Gaitán, donde se acababa de presentar el informe. Es decir: la lectura de las primeras 900 páginas, las del volumen Hallazgos y recomendaciones, les tomó a estos prodigios unos veinte minutos según mis cuentas. Y eso no dejó de sorprenderme, pues con frecuencia los congresistas que tan rápido habían leído el informe eran los mismos que en cada tuit cometen tres errores de gramática y seis de ortografía. Se ve que leen bastante mejor de lo que escriben, pero leer tan rápido tiene estos riesgos: a veces uno acaba no entendiendo lo que lee. Aunque en las redes sociales, como lo sabe cualquiera, el hecho de no entender absolutamente nada nunca ha sido razón para dejar de emitir juicios sobre absolutamente todo.

Eso es lo que han hecho. Y, a juzgar por lo que he leído en varias columnas de opinión recientes, los incautos o los sectarios o los negacionistas están ahí para tomarles la palabra. En estas columnas se acusa a los comisionados de no haber escuchado nunca a los militares víctimas de la guerrilla, de restarle importancia al horroroso crimen del secuestro, de querer imponerle al país una sola verdad. Como decía antes: es evidente que los columnistas no han leído el informe ni han visitado la página web de la Comisión, y a veces pareciera que ni siquiera han tenido la mínima astucia de pasar los ojos por la tabla de contenido de los volúmenes presentados, como hacían los estudiantes perezosos. Hace unos días, por ejemplo, lo primero que uno se encontraba al abrir la página web eran dos titulares. Uno llevaba a los relatos de los soldados víctimas de las atrocidades de las FARC; otro llevaba a las declaraciones en las que las FARC reconocían sus secuestros y pedían perdón por esa práctica inhumana. En síntesis: un mundo muy distinto del que describen los que ahora tratan de quitarle legitimidad al informe.

El informe de la Comisión es parte de una gran conversación que habremos de tener los colombianos sobre esta guerra que nos ha marcado a todos, y a muchos de maneras indelebles. Se puede controvertir si se tiene con qué; lo que no se debería tolerar es que se mienta sobre él como ya ha comenzado a hacerse. Los que están tratando de deslegitimar a toda costa el informe se han dado cuenta ya de lo difícil que eso resulta, pues la Comisión no ha entregado una mera opinión de miles de páginas, sino un documento histórico construido con las voces irrebatibles de la gente. Las voces de las víctimas: soldados, sí, pero sobre todo civiles, porque los civiles han sido la amplia mayoría de los dañados. Las voces de los victimarios: sólo en los últimos días hemos asistido a revelaciones espeluznantes por parte de guerrilleros que han secuestrado y torturado, pero también de militares que han asesinado a civiles indefensos. Esas voces, por más que se intente, no van a ir a ninguna parte. Son reales y, aunque incomoden, ahora existen para siempre.

Luego han llegado las opiniones a decirnos que algunas víctimas son menos graves que otras, o a sugerir que es conveniente ocultar algunos de estos horrores o por lo menos no insistir sobre ellos, no vaya a ser que nuestros niños inocentes se hagan una idea mala de la guerra. A muchos les parecerá inverosímil, pero eso se ha sostenido en la prensa colombiana: que no es conveniente llevar el informe a los estudiantes, como lo sugiere el ministro de Educación, porque se corre el riesgo de adoctrinarlos. Como si la primera forma de adoctrinamiento no fuera inculcarle a un joven el miedo a la verdad.

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