Los ‘dreamers’ de hace una década hoy son maestros, enfermeras, periodistas, abogados y estadounidenses aún sin papeles
Desde la primera vez que se presentó al Congreso en agosto de 2001, la iniciativa DREAM Act aún no ha sido aprobada. Esta ley permitiría a 3,5 millones de jóvenes indocumentados que llegaron al país siendo menores regularizar su situación
Reyna Montoya es mexicana, arizonian, beneficiaria de DACA y dreamer. Es licenciada en Ciencia Política, tiene una maestría en Educación, y un certificado en Educación Ejecutiva por la Escuela de Gobierno Kennedy de Harvard. Ha sido reconocida como una de las 30 empresarias sociales menores de 30 años por la revista Forbes, y es presidenta y fundadora de Aliento, una organización que orienta, apoya y educa a los jóvenes para enfrentar y superar el trauma que conlleva vivir sin documentos o en familias de estatus mixto. Jóvenes como ella, con historias parecidas a la suya y a la vida que ha tenido que vivir durante las dos décadas en las que el Congreso de Estados Unidos no ha aprobado un DREAM Act, el sueño que nunca llega.
Sin importar quién se encuentre en la Casa Blanca, desde la primera vez que se presentó al Congreso de Estados Unidos en agosto de 2001, la iniciativa DREAM Act no ha podido ser aprobada. Si lo fuera, esta ley permitiría a 3,5 millones de jóvenes indocumentados que llegaron al país siendo menores de edad regularizar su situación migratoria con una residencia temporal que les abriría el camino a la ciudadanía. Tras presentarse varias veces a la votación sin éxito durante una década, en diciembre de 2010, cuando estuvo más cerca de convertirse en ley, el DREAM Act fue aprobado en la Cámara de Representantes, pero quedó a cinco votos de distancia en el Senado.
La coyuntura de esa votación que se esperaba histórica hizo que la frustración de estos jóvenes se convirtiera en acción. Con un presidente Barack Obama que en campaña había prometido una regularización; con las redes sociales dando a los chicos indocumentados la oportunidad de organizarse a distancia, y con muchas universidades del país dispuestas a apoyar a sus estudiantes, el movimiento Dreamer salió a la luz y lo demás ha sido historia. Con centenares de acciones de desobediencia civil documentadas por los medios; manifestaciones con el eslogan “undocumented and unafraid” (sin documentos y sin miedo), y un cuidadoso cabildeo en los congresos estatales y federal, los jóvenes Dreamers lograron la simpatía de la mayor parte de los estadounidenses y generaron la presión suficiente para que, en 2012, el propio Obama anunciara una orden ejecutiva para protegerlos de la deportación, conocida como DACA —que, sin embargo, no les otorgó el estatus migratorio regular que solo puede ser aprobado por el Congreso.
Otra década ha pasado desde entonces. Los chicos que en 2001 se podrían haber beneficiado del DREAM Act han pendido de un hilo por más de veinte años, pero siguen aquí: hoy son enfermeros, abogados, periodistas, trabajadores sociales, maestros; muchos han seguido haciendo activismo, educando, creando comunidad; algunos trabajan mano a mano con los legisladores, y muchos son padres de niños y adolescentes nacidos en Estados Unidos.
El pasado 23 de mayo, un visiblemente irritado Alex Padilla, senador por el Estado de California, explicó ante los medios de comunicación las razones por las que, rompiendo la disciplina de partido, él y un grupo de legisladores demócratas habían votado en contra de la iniciativa de seguridad fronteriza presentada al Congreso de Estados Unidos por el presidente Joe Biden.
“Por primera vez desde que tengo memoria, los demócratas plantean un endurecimiento de las políticas de seguridad en la frontera sin luchar por aliviar la situación de los Dreamers, de los trabajadores agrícolas, de otros residentes indocumentados que han vivido por largo tiempo en Estados Unidos”, dijo el legislador sobre el proyecto rechazado por segunda vez con 50 votos a favor, lejos de los 60 necesarios para su aprobación. “¿El Senado pone esta iniciativa a votación dos veces, pero aún no podemos votar por un DREAM Act? Es difícil de creer. Podemos hacerlo mucho mejor que esto”, dijo el senador.
Estos millones de jóvenes adultos no tienen un documento oficial que lo diga, pero son una parte vital de Estados Unidos, cuyos legisladores, como criticó Padilla, podrían hacerlo mucho mejor.
Una lucha dolorosa
Reyna Montoya nació en Tijuana, México. Su historia de migración comenzó cuando tenía 10 años y su padre fue secuestrado. Tras ser liberado, y sabiendo que uno de sus compañeros de trabajo había corrido con una suerte distinta y había sido asesinado, la familia decidió mudarse a la ciudad de Nogales, Sonora, en la frontera con Arizona. Los tres siguientes años vivieron en lo que Reyna denomina “the space in-between”, un espacio intermedio: su padre vivía del lado estadounidense, y ella, su madre, y su hermano, del lado mexicano.
“Mi mamá me recogía de la escuela los viernes y manejábamos para ver a mi papá. Nos quedábamos aquí el fin de semana, y el lunes a las cuatro de la madrugada regresábamos y me dejaban directamente frente a mi escuela”, recuerda. Con el tiempo su padre compró una casa en Mesa, Arizona, y la familia migró permanentemente usando una visa de turista que después dejarían vencer, para caer en la categoría administrativa de “indocumentado”.
En ese 2010, año que se volvería un parteaguas, Reyna llegó a la universidad y se involucró en el activismo. En Arizona se acababa de aprobar la ley SB 1070, que criminalizaba a los inmigrantes indocumentados, así la joven que se sumó al grupo de estudiantes sin documentos movilizados contra la iniciativa. La palabra “dreamer” aún no formaba parte del argot político, pero grupos como United We Dream, la mayor organización activista por los derechos de estos jóvenes, ya estaba en acción.
En el movimiento proinmigrante suele haber abruptas subidas y bajadas, y Reyna lo vivió en primera persona cuando, después del triunfo comunitario que supuso el anuncio de DACA en 2012 —una medida que permitió a los dreamers tener un número de seguro social y un permiso de trabajo por dos años—, su vida personal sufrió un revés. Su padre fue detenido y se le abrió un proceso de deportación. En aquel momento, Reyna tenía 22 años, su hermano 15, su hermana cinco, y su madre quedó bloqueada, sin saber cómo reaccionar. Ella asumió la responsabilidad de construir una campaña mediática con el caso de su padre —tal como lo aprendió en el movimiento— y una estrategia legal para pelear por un caso de asilo que los abogados le decían que era casi imposible de obtener.
Mirando atrás, Reyna —hoy con 34 años de edad y la misma sonrisa de la Reyna de veintipocos que organizaba protestas en la calle— lo describe como un momento de gran estrés y ansiedad. Tuvo que buscar abogados, hacer de intérprete, y al mismo tiempo organizar a su comunidad para frenar, entre todos, la deportación de su padre. Su padre ganó el caso de asilo en 2019, ya con Trump en la presidencia, aunque cinco años después aún sigue esperando su tarjeta de residencia. Pero el esfuerzo que implica una defensa de este tipo, pasa factura. Reyna sabía gestionar a la prensa y la parte legal, pero a estos chicos nadie les había enseñado sobre salud mental o autocuidado; lo tuvieron que aprender con el golpeteo diario.
“Nadie en el movimiento me preguntaba ‘tú, como hija suya, ¿cómo estás?’, y eso me lastimó a nivel personal. Sentía que no le importaba a nadie como ser humano, que les importaba porque era organizadora, activista, y tenía una historia que contar”, recuerda. “Fue en verdad un momento muy doloroso. Tenía 23 años y estaba agotada, sin recursos para ir a terapia, sin acceso a un seguro de salud. Sabía que quería seguir apoyando a mi comunidad, pero pensé que tendría que ser de otra manera”.
Entonces Reyna decidió hacer un cambio. Se enfocó en la danza contemporánea, actividad que practicaba profesionalmente y que le ayudó a sanar, y dejó United We Dream. Se convirtió en maestra de preparatoria en una escuela predominantemente latina y la historia de dos décadas de desgaste, de subida y bajadas, empezó a quedar atrás.
Una generación que crece
El viernes 15 de junio de 2012 un grito de euforia se escuchó en decenas de miles de hogares en todo Estados Unidos. El presidente Obama anunciaba el programa DACA, que les otorgaba protección temporal: “A la gente joven que estudia en nuestras escuelas, juega en nuestros barrios, son amigos de nuestros hijos y juran lealtad a nuestra bandera”. Si bien esto no resolvía el estatus migratorio de los jóvenes Dreamers, sí les daba la posibilidad de trabajar legalmente y de acceder a ayudas financieras para ir a la universidad. Y vaya que lo supieron aprovechar.
En Estados Unidos hay más de 800.000 jóvenes que han sido protegidos por DACA; actualmente son cerca de 600.000. En estos doce años, casi la mitad han hecho estudios universitarios, y nueve de cada diez están en el mercado laboral formal. En 2018, la Oficina del Censo de Estados Unidos dio a conocer las cifras de las áreas de la fuerza laboral en las que se han insertado los beneficiarios de DACA: 77.000 trabajaban en restaurantes, 43.000 en el sector de salud o cuidado social; 32.000 en supermercados, farmacias, y otros comercios, 21.000 en pequeñas empresas y transporte de mercancías: 14.000 en el sector manufacturero, y 13.000 en limpieza y manejo de desperdicios. Dos años después, con la llegada de la pandemia de la covid, estos serían los sectores cuyos trabajadores recibirían la categoría de “esenciales”.
No solo en este ámbito los Dreamers se han convertido en esenciales. A finales de 2017, con un presidente Trump amenazando con retirar la protección de DACA, una alianza de 800 presidentes y CEOs de compañías tecnológicas -incluidas Apple, Google, Amazon y Uber- enviaron una carta a los líderes del Congreso de Estados Unidos, exigiendo “la solución que merecen los Dreamers”. “Sin una acción por parte del Congreso, nuestra economía podría perder 460.000 millones de dólares del PIB nacional y 24.000 millones de dólares en contribuciones al Seguro Social y a servicios médicos vía impuestos”, exponían los firmantes. La administración Trump echó para atrás su intención de rescindir DACA para quienes ya eran beneficiarios, pero a través de una corte suspendió la posibilidad de añadir nuevos solicitantes.
Números aparte, quienes han estado en contacto con sus historias durante estas dos décadas saben lo conmovedor que resulta ver el camino que han seguido estos jóvenes cuando se les dio la oportunidad de existir administrativamente: Alma de Jesús y Alejandro Catalán, quienes se sumaron al movimiento en 2003 y hoy tienen dos hijos adolescentes, pudieron alquilar un lugar propio para vivir, acceder a tarjetas de crédito, y mejorar sus ingresos. Brian de los Santos, quien hace quince años se graduaba de la carrera de periodismo, ha sido editor en varios medios, incluido el diario Los Angeles Times. Yunuén Bonaparte, quien hizo sus estudios universitarios en California sin ayuda financiera, hoy es una fotógrafa exitosa en Nueva York. Lizbeth Mateo terminó la carrera de Derecho, ingresó a la Barra de Abogados de California, y se dedica a la regularización de inmigrantes indocumentados. Como lo sigue siendo ella.
Los jóvenes de entonces se han convertido en adultos con una vida propia construida con esfuerzo y lucha, y muchos de ellos, ahora en sus treintas, tienen hijos que son ciudadanos estadounidenses. Cerca de 300.000 niños y adolescentes nacidos en Estados Unidos tienen al menos un padre protegido por DACA.
Si los números y las historias dan argumentos no solo para mantener y expandir el programa DACA, sino para que el Congreso apruebe una regularización migratoria para los jóvenes —y ya no tan jóvenes— Dreamers, la opinión pública lo refrenda. En las encuestas que se realizan desde hace quince años, tres de cada cuatro estadounidenses consideran que los adultos indocumentados que llegaron al país siendo niños merecen dicha regularización. La gente reconoce que estos chicos son de facto estadounidenses, y que solo les falta un documento que diga que lo son. “Podemos hacerlo mucho mejor que esto”, dijo el senador Padilla a un Congreso que, demócrata o republicano, en los últimos años ha evitado comprometerse con cualquier medida que implique una regularización migratoria, a pesar de que todo indica que, en el caso de los Dreamers, no habría factura electoral a pagar.
“Los Dreamers son nuestros seres queridos, nuestras enfermeras, maestros y propietarios de pequeñas empresas y merecen la promesa de atención médica como todos nosotros”, dijo hace unas semanas el presidente Biden al anunciar una ampliación de los servicios de salud asequibles para cubrir a los beneficiarios de DACA, que hoy son apenas una quinta parte de toda la población que podría recibir la regularización con la aprobación de un DREAM Act.
Un soplo de aliento
Entre las historias de éxito Dreamer que se han vuelto un modelo para argumentar a favor de una regularización, la de Reyna es sin duda una de las más icónicas. Cuando se volvió maestra de preparatoria en 2013, entró en contacto con un grupo de población diferente al que había conocido durante su etapa activista. Aquí había jóvenes sin acceso a la información, que no sabían lo que era DACA, o que lo sabían, pero temían solicitarlo. Incluso algunos que eran ciudadanos, temían pedir financiamiento para ir a la universidad debido al estatus migratorio de sus padres.
“Sentí que había estado viviendo en una burbuja”, recuerda Reyna. “Encontré jóvenes que no sabían cuáles eran sus derechos, ni navegar el sistema; me convertí en la maestra de inmigración”. Una vez más, el camino llevaba a Reyna al activismo, pero esta vez con una idea muy clara: para avanzar en el tema de inmigración, era preciso reconocer el dolor de la gente a cuyos familiares se ha detenido o deportado. Era necesaria una iniciativa que priorizara la sanación mental y anímica de la gente directamente impactada por las políticas de inmigración, “con la esperanza de no solamente contar nuestras historias, sino de ser los estrategas de nuestras propias vidas”, explica. Y así, en 2016 nació Aliento.
Ocho años más tarde, el foco del trabajo de Reyna a través de Aliento está en los niños y los jóvenes. Con el apoyo de las fundaciones que financian el proyecto, Aliento ha impactado de manera directa en la vida de más de 20.000 estudiantes y 50.000 personas a través de sus programas. Entre otras cosas, Aliento impulsó la iniciativa de in-state tuition, que permite que los jóvenes indocumentados en Arizona paguen colegiaturas en las universidades como cualquier otro residente legal —y no las elevadas tarifas que paga una persona extranjera—, un beneficio para 65.000 estudiantes potenciales que podrán tener acceso a becas a nivel local y estatal.
Entre las 14 personas que conforman el personal de Aliento, hay varios que, como Reyna, aún no son ciudadanos estadounidenses y, por tanto, no pueden votar en las elecciones. Lo que sí pueden hacer, y les sale muy bien, es movilizar a la gente para que vote a favor de legisladores y gobernantes que puedan hacer las cosas mejor para ellos. En el proceso electoral de 2020, Aliento logró involucrar a 25.000 votantes, y en 2022, a más de 60.000. Cien mil votos a través de llamadas telefónicas, puerta a puerta, haciendo contacto directo. Este año van por más, porque así es como se hace esto, porque así es como el movimiento Dreamer lo sigue haciendo.