‘Querer’, arte sin adjetivos

Deberíamos celebrar con entusiasmo la serie de Alauda Ruiz de Azúa y preservarla de desprecios facilones

Nagore Aranburu y Pedro Casablanc, en un momento de la serie 'Querer'.

Me embaulé los cuatro capítulos del tirón, por lo que me ha parecido una película larga, más que una serie (la gente de la tele detesta que se diga de las series cortas que son películas largas, pero cada cual ve el mundo a su manera), y luego no pude dormir. No sé cuánto tuvo que ver el jet lag, pues acababa de volver de un viaje americano, y cuánto la emoción. Solo sé que se me hicieron las claras sin que se desdibujasen los planos, los rostros, los gestos, los silencios y los sonidos de fondo del Bilbao desolado que retrata ...

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Me embaulé los cuatro capítulos del tirón, por lo que me ha parecido una película larga, más que una serie (la gente de la tele detesta que se diga de las series cortas que son películas largas, pero cada cual ve el mundo a su manera), y luego no pude dormir. No sé cuánto tuvo que ver el jet lag, pues acababa de volver de un viaje americano, y cuánto la emoción. Solo sé que se me hicieron las claras sin que se desdibujasen los planos, los rostros, los gestos, los silencios y los sonidos de fondo del Bilbao desolado que retrata Alauda Ruiz de Azúa en Querer.

Cuando el arte se pone al servicio de una causa, el resultado no tiene por qué ser mitinero, plano, sacerdotal o generador de vergüenzas ajenas. A veces, el talento y el arte vuelan muy por encima del mensaje, hasta convertirlo en premisa. En la propaganda hay moralejas: toda la narración conduce a una conclusión moral que cae de un golpe, cegando cualquier interpretación alternativa. En el arte, la tesis es un punto de partida desde el que la historia se despeña por huecos incómodos, ambiguos, sutiles y hondos, a menudo imprevistos por su creador.

Así sucede con Querer, que plantea un caso de violencia sin cuestionar nunca el punto de vista inicial ni traicionar el mensaje sobre el machismo, pero sin renunciar por ello a la complejidad de un mundo sutil que se despliega con la suavidad perpleja de un origami. Las casas, las calles, la manera de caminar y las miradas, mucho más que las palabras, que son parcas e irrelevantes, convierten a los espectadores en un miembro más de esa familia rota. Ruiz de Azúa toma partido desde el principio por la víctima (interpretada por la impresionante Nagore Aramburu) de un caso discutible y difícil de demostrar, y tarda cuatro horas en reclutar para su causa al resto de personajes y a todos los espectadores. No lo hace con argumentos, sino con la fuerza de la narración. Abrazamos a esa mujer desarbolada y valiente que no se deja abrazar porque la directora la convierte en la madre de todos.

Esto es arte sin adjetivos. Querer no es un telefilme para que los profesores de instituto vagos rellenen una clase de Valores. Por eso deberíamos celebrarla con entusiasmo y preservarla de desprecios facilones, por si los jefazos de las teles se animan a seguir este camino y dejan de tratar a los espectadores como niños tontos.

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