‘The Bear’: La perfección formal (y emocional) era esto

El uso impresionista ligado a lo emocional que hace del montaje desde el primer capítulo convierte su visionado en una experiencia. La serie es ya historia de la ficción audiovisual

Ayo Edebiri como Sidney y Jeremy Allen White como Carmy, en una imagen de 'The Bear'.

Lo que el creador Christopher Storer, y su hermana Courtney, no casualmente chef —a buen seguro ella es a la vez la parte perfeccionista de Carmen (Jeremy Allen White) y la inclusiva de Sydney (Ayo Edebiri), y su talento compartido—, siguen haciendo con The Bear —cuya tercera temporada acaba de aterrizar en Disney+, y s...

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Lo que el creador Christopher Storer, y su hermana Courtney, no casualmente chef —a buen seguro ella es a la vez la parte perfeccionista de Carmen (Jeremy Allen White) y la inclusiva de Sydney (Ayo Edebiri), y su talento compartido—, siguen haciendo con The Bear —cuya tercera temporada acaba de aterrizar en Disney+, y se consume a una velocidad de vértigo porque solo mejora: el ascenso es meteórico e imparable— es historia. No solo de la televisión, sino de la ficción audiovisual. El uso impresionista, en un sentido pictórico ligado a lo emocional —las emociones como bombas que explotan y emborronan el momento, cualquier momento—, que hace del montaje desde el primer capítulo convierte su visionado en una experiencia. Todo se muestra, el espectador es un alguien activo que construye y siente a partir de lo mostrado. Como artefacto formal impecable, The Bear construye empatía desde sus primerísimos primeros planos y, sobre todo, desde el profundizar después en los personajes. Porque todo en The Bear ocurre después.

El primer capítulo de esta tercera temporada es una sinfonía al respecto. Un capítulo prácticamente no hablado, en el que, después de dos intensísimas temporadas, el espectador asiste a los momentos clave de la historia —el suicidio de Mikey, la formación en Copenhague y Nueva York de Carmy, el hallazgo y desarrollo del talento en alguien que lo tiene todo en contra para todo—, momentos de los que ha oído hablar cientos de veces y que han dado forma a los personajes, y que jamás ha visto. La manera en que aparecen es exacta a cómo lo ha imaginado, lo que eleva el momento, y lo vuelve abrumadoramente redentor, y a la vez, difícilmente soportable. Carmy (ese Jeremy Allen White al que para siempre perseguirá su personaje chef, de tan simbiótico como se ha vuelto) viaja, desde el día después de la inauguración del restaurante, y mientras redacta una suerte de mandamientos para el mismo, a todo lo que le ha llevado hasta allí, y se le ve respirar, feliz, crecer lejos de la presión de la familia, esa batalla perdida desde el principio.

Bombas de relojería

Y sí, la vida continúa, y el restaurante está abierto, y no funciona como debería, porque cada uno, a su manera, es su propio bote salvavidas, y a la vez, aquello que se está hundiendo. Y si en la primera temporada, el duelo y el choque frontal con el pasado —un pasado que prefiere ignorarte porque nunca va a alcanzarte—, fue el tema central, o uno de ellos, y en la segunda se viró hacia el horror de crecer con miedo y ni un solo abrazo —la maternidad alcohólica y salvaje de Donna (Jamie Lee Curtis llevándose al límite espectacularmente)—, y mucho más, aquí se define al líder, y al equipo, y se habla del lugar que cada uno ocupa en el mundo, y de cómo no solo “cada segundo cuenta” —el lema del restaurante, la forma en que el padre de la chef Terry (Olivia Colman, en modo delicatessen) firmaba todas sus cartas— sino de que cada pequeña cosa lo hace. Porque cada pequeña cosa afecta al estado de ánimo del otro, y todos, en esa cocina, son bombas de relojería a punto para estallar, en uno u otro sentido, y el trato lo es todo.

Aquellos que disfrutaron del episodio autónomo —un duelo interpretativo a gran escala— de la comida navideña (Peces) de la anterior temporada, deberían saber que aquí, además del de apertura, hay uno dedicado al parto de Natalie (Abby Elliott) especialmente memorable, por lo doloroso, aplastante y temible, aterrador, que resulta, además de por ser la obra de ficción audiovisual que de forma más realista ha retratado jamás un parto, en realidad, la larguísima previa. Y su condición de joya apunta en el mismo sentido que el primer capítulo, y tiene que ver con la forma en que se han creado los personajes, como pirámides infinitas, que se siguen construyendo a cada paso que dan, y que el espectador, gracias a la habilidad de Christopher Storer y su equipo de guionistas, conoce como se conocería a sí mismo. Porque la lección, casi compositiva, de The Bear es la de la introspección. Cada uno de nosotros es un mundo inmenso que nadie más está viendo. Sentirlo, como se siente ahí dentro, es un milagro. Uno narrativo, y vital.

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