‘Candy’, inquietante retrato de una ‘American psycho’ de suburbio
Llega la primera y esteticista miniserie sobre Candace Montgomery, la perfecta y perversa ama de casa que en 1980 mató a su vecina con un hacha en Texas
El viernes 13 de junio de 1980, Candace Montgomery, una siempre atareada ama de casa de Wylie, Texas, fue al hogar de su vecina y amiga Betty Gore a por el bañador de la hija de esta, a la que iba a llevar a la piscina. La hija de Candace y la de Betty se habían hecho amigas hacía no demasiado, y la segunda pasaba mucho tiempo con la familia Montgomery. Candace tenía cientos de cosas que hacer aquella mañana. Entre ellas, ir a una representación de los niños, a la que no asistió porque, mientras tenía lugar, ella se estaba duchando en casa de su amiga Betty después de haberla matado con un hac...
El viernes 13 de junio de 1980, Candace Montgomery, una siempre atareada ama de casa de Wylie, Texas, fue al hogar de su vecina y amiga Betty Gore a por el bañador de la hija de esta, a la que iba a llevar a la piscina. La hija de Candace y la de Betty se habían hecho amigas hacía no demasiado, y la segunda pasaba mucho tiempo con la familia Montgomery. Candace tenía cientos de cosas que hacer aquella mañana. Entre ellas, ir a una representación de los niños, a la que no asistió porque, mientras tenía lugar, ella se estaba duchando en casa de su amiga Betty después de haberla matado con un hacha. En concreto, le asestó 41 hachazos. Luego se duchó, recogió el bañador, los caramelos de menta que Betty solía darle a su hija después de la piscina, y continuó con su atareado día, mientras el bebé de Betty lloraba solo en casa durante las siguientes 13 horas.
Sabiamente, Candy (Disney+), la primera de las dos series que adaptan tan macabro y aún misterioso suceso este año —la otra, Love and Death, llegará a finales de año a HBO Max—, arranca ese día, y esconde lo que debió de pasar en aquella casa hasta el final. Un poco a la manera en que Truman Capote hace desaparecer el asesinato de la familia Clutter en A sangre fría en el momento en que debía suceder, en Candy el asesinato desaparece ante nuestros ojos, pues lo único que nos muestra es un plano de la casa de Betty Gore en aquel momento. Vemos lo que vieron los vecinos. Nada. Y luego se nos cuenta la historia. Que es la historia de un lobo con piel de cordero. La de una popular y controladora ama de casa decidida a conseguir aquello que se ha propuesto conseguir: una aventura con quien sea.
Nick Antosca y Robin Veith, responsables de la miniserie, utilizan distintos filtros de cámara que sin duda opinan sobre lo que ocurría en cada una de las casas. La casa de los Gore, Betty y Allan, tiene un tono amarillento, en algún sentido asfixiante, casi idéntico al que se da en Dahmer, de Ryan Murphy; mientras la de los Montgomery tiene un aire nostálgico y acogedor. Cuando la cosa se descontrola, en los días posteriores al asesinato, se enrojece el ambiente, a la manera en que Hitchcock lo ensombrecía, para detallar lo que ocurre cuando el mal está hecho. El resultado es tan estéticamente impactante que se aleja de lo real hasta el punto de que es fácil olvidar que lo que se narra, pasó. Aunque no pasó exactamente así, pues admiten Antosca y Veith, tras cada capítulo, que se han exagerado ciertas cosas en favor del espectáculo, igualmente escalofriante.
Hay algo de domesticación en ese uso de la ficción, aunque el trabajo, soberbio, de Jessica Biel en el papel de Candy —tan Candy que la actriz desaparece para mejorar, sin duda, a la Candy original, dotándola de una perfección narcisista que se vuelve psicopatía en miradas capaces de desmontar al personaje—, y de Melanie Lynskey (Yellowjackets) en la incomprendida y solitaria Betty, que enloquece, sí, pero entre las paredes de su casa, sin llevarse más que a sí misma por delante. Y he aquí la diferencia entre las dos mujeres. Mientras Candy, un león enjaulado en esa perfecta casa de suburbios —suburbios que parecen una versión weird de Wisteria Lane (Mujeres desesperadas)—, con su perfecto y aburrido marido y sus perfectos y aburridos hijos, trata que todo arda a su alrededor porque ha dejado de soportarlo, Betty intenta reconstruir lo que se ha roto.
Lo que se ha roto es su matrimonio. Y no podría decirse que lo ha roto Candy, aunque esté teniendo una aventura —casi impuesta, por el deseo de protagonizar una de las novelas eróticas que lee sin descanso— con el marido de Betty, sino que lo rompió esa vida de otra época en la que la mujer era casi un electrodoméstico más de la casa familiar: aquel que lo ponía todo en marcha. Hay una interesante aproximación, y hasta profundización, en la clase de distinta locura a la que ese tipo de vida aboca, a cómo de destructivo puede llegar a ser que tu vida sea eso que ocurre en los minutos en los que no estás ocupándote de algo, o de alguien, porque simplemente tienes que hacerlo, y hacerlo, se supone, es un placer, y no un trabajo extenuante. Betty, además, no encaja entre el resto de madres. Y Candy, popular a la manera en que se es popular en el instituto, la desprecia.
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