El exilio de Dolores Vázquez
En el documental para HBO Max sobra casi todo lo que no sea la voz y la cara de ella. Lo demás es ruido
Si Michael Haneke dedicase una de sus sofocantes películas al caso Dolores Vázquez (con Isabelle Huppert de protagonista), el maestro austriaco/alemán del mal rollo no sabría expresar ni la décima parte de la angustia que la Dolores real transmite en un solo plano. Hablar de frialdad, como tantos y tantos rebuznaron en los días infames en que los medios, la policía y la justicia españolas se fueron juntos por el retrete, sería difamarla. No es fría Dolores, tan solo serena, y expresa su verdad...
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Si Michael Haneke dedicase una de sus sofocantes películas al caso Dolores Vázquez (con Isabelle Huppert de protagonista), el maestro austriaco/alemán del mal rollo no sabría expresar ni la décima parte de la angustia que la Dolores real transmite en un solo plano. Hablar de frialdad, como tantos y tantos rebuznaron en los días infames en que los medios, la policía y la justicia españolas se fueron juntos por el retrete, sería difamarla. No es fría Dolores, tan solo serena, y expresa su verdad desde el único sitio donde puede ser enunciada: ese país remoto en el que vive exiliada, y no me refiero al Reino Unido.
En el documental, que ha producido Toñi Moreno para HBO Max, me sobra casi todo lo que no sea la voz y la cara de Dolores Vázquez. Lo demás es ruido. “La gente no quiere ver nunca la verdad, solo el morbo”, dice Vázquez en el segundo episodio, y los productores parecen darle la razón, porque no creen que su sola verdad desnuda baste para interesar al espectador, a quien se distrae con contextos innecesarios y odios sordos y viejísimos. Por suerte, la verdad de Dolores es tan poderosa que se impone incluso a los recursos narrativos que intentan banalizarla y explicarla.
Está bien que España se avergüence una vez más ante el dolor irreparable de esta mujer serena y seria, aunque los jurados, juristas, policías y periodistas que la destruyeron no sufrieran nunca las consecuencias de sus infamias. Ojalá enfrentarse a su testimonio fuera una forma silenciosa de pedir un perdón que ya está de más conceder, pero nos conformaremos con recordar que bastan dos o tres prejuicios de odio bien cebados en caliente para romper todas las garantías institucionales del Estado de derecho y transformar una sociedad democrática, compleja y plural en una jauría rabiosa. Conviene no olvidarlo nunca.