‘Mare of Easttown’: Todo pueblo pequeño es un infierno grande
En la nueva serie de HBO, Kate Winslet se suma al juego de encarnar a una detective detrás de un asesino pese a que su vida se está desmoronando
Érase una vez un pequeño pueblo que se odiaba a sí mismo. Se odiaba a sí mismo con tanta fuerza como odiaba a su única detective, Mare Sheehan. Mare Sheehan había sido una vez una gloria local. Marcó el tanto definitivo en el partido de baloncesto que llevó al equipo de su instituto a ganar lo único que ese lugar ha ganado jamás: un torneo de instituto. Luego el tiempo pasó, y lo que ya estaba podrido entonces siguió pudriéndose, porque, como diría la escritora Grace Metalious, todo pueblo pequeño es un infierno grande. Y más cuando todo lo que hace el pueblo es perder. Por ejemplo, perdió a...
Érase una vez un pequeño pueblo que se odiaba a sí mismo. Se odiaba a sí mismo con tanta fuerza como odiaba a su única detective, Mare Sheehan. Mare Sheehan había sido una vez una gloria local. Marcó el tanto definitivo en el partido de baloncesto que llevó al equipo de su instituto a ganar lo único que ese lugar ha ganado jamás: un torneo de instituto. Luego el tiempo pasó, y lo que ya estaba podrido entonces siguió pudriéndose, porque, como diría la escritora Grace Metalious, todo pueblo pequeño es un infierno grande. Y más cuando todo lo que hace el pueblo es perder. Por ejemplo, perdió a una adolescente hace un año. Mare Sheehan, la única detective, no ha podido encontrarla. Tampoco ha podido evitar perder a su hijo. El mecanismo del maltrato, el que puede ejercer un pueblo entero, lleva en marcha desde hace tanto que Mare ha olvidado cómo se sonríe.
El punto de partida de Mare of Easttown (estreno el lunes 19 en HBO España) devora el mero policial para alumbrar un pospolicial en el que, más aún que Happy Valley (2014-2016), la obra maestra de Sally Wainwright, la vida del detective se impone al misterio, y la tragedia es una suma de infinitas tragedias, una muñeca rusa desbordada, una bomba de relojería. Nadie entendería mejor a Mare que esta protagonista, Catherine Cawood, otra gran detective del policial del siglo XXI, y el espectador de una y otra no podrá evitar soñar con la posibilidad de verlas compartir un café y hablar de una culpa injusta —ambas cuidan de sus nietos porque sus hijos no están, porque algo debieron hacer mal, o eso creen, para que desaparecieran— que las está asfixiando y apartando del mundo, aislando, como se aísla al maltratado —sobre todo Mare—, y de todo lo que darían porque nada se rompiera nunca. Pero todo está roto desde el principio.
Lo que hace singular al personaje que interpreta Kate Winslet, que ella agranda hasta lo indecible —su actuación es un espectáculo, icónica nivel clásico instantáneo—, es lo mismo que hace singular a Cawood, aunque el de Winslet es aún si cabe más redondo porque concentra en sí mismo la violencia que el entorno —machista, frustrado— ejerce contra la mujer. Ella ha ido empequeñeciendo a medida que todo lo que iba mal en el pueblo ha ido creciendo, y por más que lo intente —se despierte a las tres de la mañana para oír la chifladura de cualquier vecina, se haga un esguince persiguiendo a un pequeño delincuente cuando iba camino de una tienda de acuarios a comprar un terrario a su nieto— no hay forma de achicar agua en el barco que se hunde. Estamos hablando de un poblacho del Medio Oeste repleto de madres adolescentes.
Es precisamente el asesinato de una de esas madres adolescentes el que pondrá en marcha el maltrato de forma efectiva, ¿o en qué otro policial se ha visto al pueblo agrediendo a la única persona que puede descubrir al culpable de la muerte de una chica? En realidad, no es el pueblo, sino el padre de la principal sospechosa, otra adolescente, celosa de que “su hombre” fuese el padre del bebé, ya crecido, de la chica, Erin. Pero lo hace ante la mirada cómplice del resto, porque Mare es una mala detective, y una mala madre, y una mala abuela, y ella no es nada de eso, pero cree que lo es, y por eso el único día que sale y se topa nada menos que con un escritor (Guy Pearce), ganador del National Book Award, quién sabe por qué de paso por allí, no puede creerse que esté intentando ligar con ella, ¿en serio?
Mare todo lo repele, y repele a todo el mundo, y está enfadada, pero también está triste, porque se siente culpable, y cree que merece todos los golpes que le propina esta nueva variación de Knockemstiff —el pueblo que da nombre a la novela de Donald Ray Pollock: otra colección de familias desestructuradas y salvajismo rural claustrofóbico—. Su ex, un aparentemente bonachón profesor de instituto, va a volver a casarse, pero nadie se lo cuenta, porque, ¿acaso importa? Las cosas empiezan a cambiar cuando aterriza en la oficina Colin (un siempre genial, y aquí comedido, Evan Peters), el detective forastero que le echará una mano: ni siquiera el propio cuerpo de policía cree que Mare pueda averiguar quién mató a Erin porque aún no ha encontrado a la hija de una de sus compañeras de equipo, aunque todos saben que la buscó durante meses y por todas partes.
Dice su creador, Brad Ingelsby (The Way Back), que la serie es un reflejo de la crispación que se vivía en Estados Unidos hasta hacía no demasiado —en los peores y más opresivos, sectarios momentos de la era Trump— y a la vez un esperanzador revés a la misma. Porque no, dice, no se trata, aunque lo parezca, del clásico policial “con chica muerta”. Los giros, no tarda en descubrir el espectador, son más cerrados e imprevisibles de lo que podría parecer, y acaban, un poco a la manera de Big Little Lies, pero una manera que tiene más que ver con el dolor punzante de Heridas abiertas que con el paisajismo sentimental de aquella, dándole la vuelta al relato, dejando que se cierre sobre sí mismo. Pero a la vez, autodestruyéndolo. Sí, la redención está ahí, junto a la mecha que arde y que primero hará que todo estalle. Puede que estemos ante el policial del año.
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