Los fantasmas también se heredan

Una serie británica relata la convivencia de varios espíritus con la propietaria de la mansión donde residen

Laurence Rickard, caracterizado como uno de sus personajes en la segunda temporada de 'Fantasmas'. Vídeo: Tráiler de la serie.

Cuando una flecha atravesó el cuello de Pat, un encantador monitor de campamento en plena clase de tiro con arco, no sabía que aquello iba a convertirle en el enésimo fantasma de la Mansión Button. Ni siquiera podía sospechar, claro, que la muerte a veces no es más que una eternidad compartiendo piso —o enorme caserón— con un puñado de fantasmas de todas las épocas posibles —cavernícolas, campesinas tenidas por presuntas brujas, poetas que nunca llegaron a publicar un verso y odiaban profundamente a Lord Byron, capitanes del ejército, aristócratas y hasta políticos con escándalos sexuales a cu...

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Cuando una flecha atravesó el cuello de Pat, un encantador monitor de campamento en plena clase de tiro con arco, no sabía que aquello iba a convertirle en el enésimo fantasma de la Mansión Button. Ni siquiera podía sospechar, claro, que la muerte a veces no es más que una eternidad compartiendo piso —o enorme caserón— con un puñado de fantasmas de todas las épocas posibles —cavernícolas, campesinas tenidas por presuntas brujas, poetas que nunca llegaron a publicar un verso y odiaban profundamente a Lord Byron, capitanes del ejército, aristócratas y hasta políticos con escándalos sexuales a cuestas—. Pero no tardó en descubrirlo, y en empezar, claro, a organizar todo tipo de actividades en la vieja mansión. Hasta que su apacible no vida se convirtió en una descacharrante pesadilla tras la última muerte en la familia Button.

¿Que por qué? Porque la finada no era la última Button. La última Button es Alison Cooper —Charlotte Ritchie, como descuidada medium—, una joven sin empleo fijo, recién casada que precisamente está viendo un piso horrendo que tal vez ni siquiera pueda permitirse cuando recibe la llamada. No ha heredado una casa sino algo tan enorme que si tuviera calles en vez de pasillos podría ser un pequeño pueblo. Así que, ¿por qué no convertirla en un hotel y acabar de una vez con todos sus problemas? He aquí el punto de partida de Fantasmas (Movistar +), suerte de teatral —los actores interpretan al menos a dos personajes por cabeza, sin que a veces el ojo del espectador sea consciente de ello— comedia de situación tan noventera que puede resultar familiar y que resucita las infinitas posibilidades cómicas del espectro.

Se diría que la serie —comparable a los mejores capítulos del mejor Doctor Who o cualquier buen sketch de Monty Python— del ganador de más de un Bafta Tom Kingsley no inventa nada, pero tampoco esconde ninguna de sus cartas. En cada uno de los primeros capítulos de la primera temporada hay al menos un guiño directo a un clásico fantasma. Está la famosa frase “¿A quién vas a llamar?”, de Los Cazafantasmas, hasta el martillear a la medium con canciones horrendas, como ocurre en Ghost entre Patrick Swayze y la maravillosa Oda-Mae, Whoopi Goldberg. Pero Kingsley y los suyos, aunque limitados por el espacio —los muertos están atrapados en la casa pero los vivos también, porque no tienen a dónde ir— se las ingenian para hacer de la relación entre vivos y muertos una tierna poscomedia.

Una imagen de la segunda temporada de 'Fantasmas'.Movistar+

Por un lado está el asunto de que los fantasmas no saben cómo encantar la casa. ¿Cómo se encanta una casa? Necesitan hacerlo para hundir la idea del hotel. No quieren tener que compartir la mansión con tanto vivo. Pero, ¿acaso el fantasma todo lo puede? No, los fantasmas de Kingsley son poderosamente humanos, en el más humano de los sentidos: tienen infinitas debilidades. Unos son ingenuos —como Pat y, sobre todo, Kitty, casi un bebé enorme con vestido de época, obsesionada con saber cómo se hacen, precisamente, los bebés—, otros son vanidosos —el momento en el que el político, el único capaz de tocar cosas ridículamente, haciendo un esfuerzo ímprobo, se busca en Google, es oro fantasmagórico televisivo—, otros son simplemente inseguros pero mandones —como el capitán del ejército que teme no ser nada si deja de dar órdenes.

Por un lado está la idea de no poder dejar de ser quien eras por más que ya no importe lo que hayas sido, y que ante una situación social forzada, como la que vivías en el instituto, ocupes exactamente el mismo lugar que ocupabas —ser el repelente, el iluso, el aprovechado, la que manda—. Por otro, la idea del olvido que esquivan en el momento en el que Alison —por culpa de un aparatoso no accidente— empieza a poder comunicarse con ellos. Los ve por todas partes. Y al principio es horrible, pero luego, cuando se acostumbra, tiene la sensación de que ya no podría estar sin ellos, por más que su cuidado sea similar al de unos niños que siempre quieren más. ¿Y qué quieren? Saber cosas. La velada reflexión sobre lo necesario de no dar la espalda al pasado, y a la vez, tener presente el orgullo que ese pasado sentiría del futuro que le esperaba es uno de los aspectos más fascinantes de la serie, cuya segunda temporada aún está por concluir.

No es que únicamente Alison pueda descubrir cosas de la familia de los que aún tienen familia, y de alguna forma, volver a hacer sentir vivos a los muertos, sino que cada uno de ellos fue un mundo que desapareció pero no lo hizo en realidad y, como los vampiros que dan clases sobre cómo era vivir en el siglo XVIII en la mítica True Blood, de Alan Ball, aquí los fantasmas del sótano, un pueblo al completo aniquilado por la peste, podrían permitirle a un arqueólogo saber exactamente cómo fue la cosa. Y por supuesto está la enormísima brecha generacional —de las cavernas a 2021— que, con una dosis de humor necesaria y evasivamente terapéutica hoy en día, se salva una y otra vez de la única manera en que puede hacerlo: tratando de entender al otro. Porque de eso va, también y sobre todo, Fantasmas, de entender y aceptar al otro, o ¿cómo iba a poder convivirse con alguien durante cientos de años si no?

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