‘Small Axe: Lovers Rock’: Mañana en los disturbios recuerda que me pediste un baile
La segunda entrega de la serie de Steve McQueen es tremendamente contracultural, una celebración de todo lo que nos hace grande comunidad y pequeños como individuos
“Vivir bien es la mejor venganza”, escribió el poeta y sacerdote anglicano George Herbert en el siglo XVII. Y sobre esta premisa, que nos invita a desarmar a nuestros enemigos a través de nuestra felicidad, Steve McQueen construye Lovers Rock, la segunda entrega de la serie Small Axe, que puede verse en Movistar +. Las cinco películas que la conforman tratan sobre la inmigración caribeña en...
“Vivir bien es la mejor venganza”, escribió el poeta y sacerdote anglicano George Herbert en el siglo XVII. Y sobre esta premisa, que nos invita a desarmar a nuestros enemigos a través de nuestra felicidad, Steve McQueen construye Lovers Rock, la segunda entrega de la serie Small Axe, que puede verse en Movistar +. Las cinco películas que la conforman tratan sobre la inmigración caribeña en Reino Unido entre los años sesenta y los ochenta del pasado siglo. Esta se sitúa en el londinense barrio de Ladbroke Grove, al oeste de la ciudad, uno de los últimos tomados por la comunidad jamaicana después de la II Guerra Mundial en sucumbir a la gentrificación. Entonces, el peligro real aún eran las fuerzas gubernamentales, no los agentes inmobiliarios. Y trata sobre vivir bien, o al menos intentarlo, a pesar de todo.
La cinta arranca con los preparativos para una gran fiesta en una casa. Se mueven sofás para hacer sitio en el salón y convertirlo en pista de baile. Las mujeres cocinan y cantan. Se instala el equipo de música. Se prueba sonido. Ellas y ellos se visten con sus mejores galas, como si fueran a ir a misa, porque mañana hay misa. Los vecinos blancos observan sospechosos desde el otro lado de la calle. Un tipo saquea una cabina telefónica para conseguir los 50 peniques que cuesta la entrada a la fiesta Dos chicas, Martha (espectacularmente interpretada por Amarah-Jae St, Aubyn) y Patty (Shaniqua Okwok está soberbia en su rol de la amiga que…no) se encuentran en un parque para coger el bus hasta la casa. Comentan sus estilismos y en el bus se asustan cuando les piden el billete. No pasa nada, el revisor es también negro. Se atisban las primeras dinámicas de poder, de empatía y de lubricidad.
No es que esté rodado con detalle, es que está rodado a partir de los detalles. Cada gesto, cada zapato, cada canción, cada mirada, cada frase se va acumulando en la memoria del espectador. Lovers Rock funciona así, por acumulación. Casi no sucede nada, y todo se mueve. Suena Silly Games, de Janet Kay, y Kung Fu Fighting de Carl Douglas. La música articula la noche, los celos, la reafirmación, el romance y el bajón. Hay una canción para todo. Las parejas tienen su canción, las épocas, también. Esta película las tiene todas.
Lovers Rock que apuesta por que toda cultura que vale la pena es política, pero sabe que la cultura que mayor valor político es la que sale de la cocina y de la pista de baile, no en las frases huecas de quienes confunden escenario con atril. No es aquello tan manido de “no es mi revolución sino puedo bailar”, es más bien un “que la revolución nos pille bailados”. Mañana en los disturbios recuerda que me pediste un baile.
La cinta es tremendamente contracultural. Un ejercicio de celebración de todo lo que nos hace grande comunidad y pequeños como individuos. Está plagada de imbéciles, de descastados, de hombres con serios problemas para gestionar su condición y mujeres en apuros para preservar la suya. Es una dinámica universal. Cualquiera que haya estado en una fiesta de este tipo, ya fuera en 1980 o en 2019 (cuando aún se podía), sabe que no hay momento en el que se pueda poner más en riesgo la fe en el ser humano que un sarao. McQueen lo describe con enorme temple, observando cuando es necesario y señalando cuando es inevitable.
Se hace de día en Lovers Rock. Hay que ir a misa, aunque esos zapatos tal vez no sean los más adecuados Atrás queda una noche para el recuerdo y una película para ver una y otra vez, tanto para embelesarse con la fotografía de Shabier Kirchner o del vestuario diseñado por Helen Scott, como para recordar que esto fue en Londres en 1980 y meses después, explotaban los disturbios raciales en Brixton y una fiesta como la que se narra aquí terminaba en la casa en llamas y 13 muertos de origen caribeño en New Cross, sin saberse aún hoy quién fue el responsable, algo que explica bastante sobre su origen.
Lovers Rock no es optimista, ni hedonista, es una película que nos enseña que podemos disfrutar el antes y luego no sorprendernos por el después. No habla de la resaca.