‘The Stand’: Todo podría ser aún peor
Oportuna adaptación de factura limitada del clásico de Stephen King sobre un virus que acaba con el 99% de la población
A finales de los setenta, Stephen King y su ya pequeña familia vivían en Boulder, Colorado. Acababa de publicar El resplandor y estaba intentando escribir una novela sobre el rapto y lavado de cerebro de la actriz Patty Hearst. Pero no había manera de que funcionara. Se quedaba despierto hasta tarde, escuchando una emisora bíblica por el mero hecho de oír voces de fondo. Una noche oyó a un predicador decir: “Una vez cada generación la plaga se abatirá sobre ellos”. Le gustó tanto que la escribió y la pegó sobre su máquina de escrib...
A finales de los setenta, Stephen King y su ya pequeña familia vivían en Boulder, Colorado. Acababa de publicar El resplandor y estaba intentando escribir una novela sobre el rapto y lavado de cerebro de la actriz Patty Hearst. Pero no había manera de que funcionara. Se quedaba despierto hasta tarde, escuchando una emisora bíblica por el mero hecho de oír voces de fondo. Una noche oyó a un predicador decir: “Una vez cada generación la plaga se abatirá sobre ellos”. Le gustó tanto que la escribió y la pegó sobre su máquina de escribir. Imagina una súper gripe, pensó a continuación. Algo que acaba en cuestión de días con el 99% de la población. Es hipercontagiosa. Pero hay quien no se contagia. Unos cuantos elegidos. Tipos como los de la secta de Patty Hearst, se dijo.
Acababa de nacer Apocalipsis, su novela más ambiciosa hasta la fecha, cuya oportuna readaptación —el propio King firmó una en 1994— en plena pandemia mundial coloca por primera vez al espectador ante una ficción apocalíptica que no tiene nada de sobrenatural. Aunque en realidad lo tiene, por supuesto. Porque King imaginó una lucha entre el Bien y el Mal, con guiños a todo aquello que le apasiona de fondo —empezando por El Mago de Oz—, y creó para la ocasión al gran villano de su ficción: Randall Flagg, un tipo en vaqueros, un hechicero que, al parecer, estuvo involucrado en el secuestro de Patty Hearst, entre cientos de miles de cosas horribles. Sólo eso permite que The Stand (Starzplay) no aterre tanto como inevitablemente lo hace.
Porque la premisa recuerda tanto a lo que vive el planeta desde finales de 2019, por más que nuestro virus no tenga el grado de virulencia del llamado Capitán Trotamundos, o Capitán Trips —el propio King se encargó de dejar claro nada más desatarse la pandemia que “la cosa podría haber sido mucho peor”—, que alumbra incluso una nueva forma de consumir el terror apocalíptico global, y es una en la que el enemigo ya está aquí. Eso hace que, cuanto menos, la serie, de factura limitada —como casi cualquier adaptación de la obra de King en televisión, a excepción de la poderosa El visitante—, resulte un más que eficiente antídoto contra la despreocupación. Refuerza el miedo a la pandemia, sí, pero lo hace, como toda ficción de terror, por una buena causa.
Puesto que el terror nos pide una y otra vez que tengamos cuidado, que pensemos en las consecuencias de hasta el último de nuestros actos, pero también de hasta el último de nuestros deseos, aquí el mensaje se amplifica al colocar un espejo deformante ante un mundo que lleva más de un año sumido en lo que podría considerarse, para cualquier ficción especulativa, el principio de fin. De la misma manera que Contagio, de Steven Soderbergh, pasó de ser etiquetada como película de ciencia ficción a simple drama, la semana en que se declaró oficialmente la pandemia, si hubiera un cuantificador de realismo, sin duda, el de The Stand habría ascendido, y el elemento fantástico jugaría el necesario papel de desengrasante de un terror insoportable, como lo hace.
Y esa es la principal virtud de una serie con infinidad de personajes y saltos temporales —como en el inabarcable original—, en la que el elenco —en el que destacan Whoopi Goldberg, Alexander Skarsgård y un sobreactuado James Marsden en la piel del mítico Stu Redman— es correcto, a excepción del personaje de Harold Lauder, un acertadísimo Owen Teague. Lauder, una suerte de Jack Torrance —y King— adolescente, acumula cartas de rechazo de editoriales y bullying indiscriminado hasta que llega la pandemia y todo deja de importar. O no. Porque, aunque la chica que le gusta, Frannie, se encuentra como él, entre los poquísimos supervivientes, no piensa salir con él. Y él sigue acumulando odio.
Teague tecleando una novela maléfica en una Adler —como Jack Nicholson en El resplandor— es algo más que un guiño al pasado, y con toda seguridad, el personaje menos impostado de un drama de acción dirigido y escrito por un fan, Josh Boone, que llevaba siete años tratando de levantar el proyecto y que vio a principios del pasado año como, gracias a la pandemia, todo se desbloqueaba. Boone, que leyó la novela de King cuando tenía 12 años y que cuenta que sus padres, baptistas estrictos, la quemaron en la chimenea cuando la descubrieron, pretendía que fuese una película en cuatro partes. Antes que él, habían intentado hacer lo mismo nada menos que George A. Romero, Scott Cooper y Ben Affleck, sin éxito. Por entonces, una tos seca no daba miedo.
Aunque si hay algo que pueda reconciliar al fan con tan poco lustrosa adaptación es el epílogo escrito por el propio Stephen King. El autor se encarga del episodio diez, el último, y cierra con él la historia de Frannie Goldsmith, el personaje más querido e injustamente abandonado en la trama original, como ha confesado el propio King. Porque todo lo demás, empezando por el intento de actualizar la época —completamente innecesario: se habla de Internet y los móviles para, un segundo después, decir que todo ha sido desconectado— que desaprovecha la oportunidad de construir una ficción ambientada en los olvidados noventa, la década en la que se ambienta el original, marcado por el fin de la Guerra Fría, y cierto tono político por completo desdibujado aquí.