Columna

La monarquía como una forma de sadismo nacional

‘The Crown’ cuenta la historia de una familia secuestrada por una nación que, a cambio de unos cuantos palacios y una serie de privilegios, está condenada a entretener al pueblo

Josh O'Connor, en el papel de príncipe Carlos, y Emma Corrin, como la princesa Diana, en 'The Crown'.Des Willie (Des Willie/Netflix)

A estas alturas (cuarta temporada ya) aún no he decidido si The Crown es monárquica o republicana. Si la miras por el lado legitimista, la serie narra el sacrificio de una familia por la unidad y la estabilidad de la nación británica. Si la miras por el lado republicano, la serie narra los estrambotes de un clan de aprovechados que se pegan la gran vida palaciega a costa del erario. Hay, creo, una tercera vía, que yo llamo la “mirada Misery o Stephen King”: The Crown cuenta la historia de una familia secuestrada por ...

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A estas alturas (cuarta temporada ya) aún no he decidido si The Crown es monárquica o republicana. Si la miras por el lado legitimista, la serie narra el sacrificio de una familia por la unidad y la estabilidad de la nación británica. Si la miras por el lado republicano, la serie narra los estrambotes de un clan de aprovechados que se pegan la gran vida palaciega a costa del erario. Hay, creo, una tercera vía, que yo llamo la “mirada Misery o Stephen King”: The Crown cuenta la historia de una familia secuestrada por una nación que, a cambio de unos cuantos palacios y una serie de privilegios, está condenada a entretener al pueblo con rituales astracanados y escándalos inspirados por el ocio y la libido, para regocijo lucrativo de los tabloides de la tarde. En el proceso, los miembros de la realeza, que podrían haber llevado una vida feliz como subdirectores de una sucursal bancaria o dependientes de una tienda de Inditex, se amargan, se envilecen y se enmohecen. La monarquía sería así una forma sádica y perversa de cohesión nacional a costa de una familia de desgraciados. Os damos la corona, pero, a cambio, tenéis que entretenernos.

Las monarquías constitucionales que, como la española, han renunciado a la pompa y al armiño para confundirse con la plebe, no admiten esa lectura, por eso ven su continuidad mucho más comprometida: cuando un rey se muestra tan vulgar como el más vulgar de sus súbditos, estos se preguntan para qué diablos quieren una monarquía. La única salvación de los reyes es hacer patente a diario su inutilidad y su condición de adorno. Los británicos cumplen el mandato como ninguna otra monarquía, convirtiéndose en un bibelot muy caro y barroco. Nadie sabe para qué sirve, pero lleva tanto tiempo presidiendo el salón que no se concibe la casa sin él.

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