Censurar a un presidente
Silenciar a un presidente de los Estados Unidos en nombre de la verdad y la decencia parece un gesto deontológicamente impecable, pero al ejecutarlo se convirtieron en censores
Siempre he admirado la elegancia con la que los locutores de radio cortaban las llamadas de los chiflados. Mara Torres, en su época de Hablar por hablar, tenía un arte especial haciéndoles callar. Se necesitan un temple y una pasta muy dura para mantener el tipo mientras se busca la pausa en una frase donde interrumpir y cortar por lo sano sin parecer grosero. El jueves, ...
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Siempre he admirado la elegancia con la que los locutores de radio cortaban las llamadas de los chiflados. Mara Torres, en su época de Hablar por hablar, tenía un arte especial haciéndoles callar. Se necesitan un temple y una pasta muy dura para mantener el tipo mientras se busca la pausa en una frase donde interrumpir y cortar por lo sano sin parecer grosero. El jueves, los presentadores de las principales cadenas estadounidenses aplicaron ese filtro antichalados cuando Donald Trump empezó a soltar truenos, rayos y centellas por esa boquita suya en pleno recuento. Fue un acto reflejo. A cualquier realizador se le va la mano al botón cuando escucha ciertas cosas en directo. Pero ese acto reflejo ha marcado un precedente tan siniestro como las propias palabras de Trump.
Silenciar a un presidente de los Estados Unidos en nombre de la verdad y la decencia parece un gesto deontológicamente impecable, pero al ejecutarlo se convirtieron en censores. Al frenar la divulgación de propaganda mentirosa y ciertamente dañina para la democracia, actuaron en defensa del bien común, pero eso no los hace mejores: todos los censores de la historia, desde los reyes babilonios hasta los funcionarios franquistas, pasando por la Inquisición, han actuado para proteger a la comunidad de la propagación del mal.
Si Trump fuera lo que nunca debió dejar de ser, un millonario tarado y megalómano, el silenciamiento de sus obscenidades estaría justificado en el nombre del buen gusto. Pero es (hasta enero) el presidente de los Estados Unidos, y cualquier eructo o escupitajo que suelte en público constituye una noticia política de primer nivel que no se puede hurtar a los ciudadanos. Los editores no son quienes para decidir qué palabras de un presidente son dignas de difusión y cuáles no. A ellos les corresponde comentarlas, atacarlas, criticarlas e incluso satirizarlas, pero no acallarlas.
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