Columna

Espabilar a los demócratas

El ogro populista ha echado raíces y los demócratas (los del partido homónimo y todos los demás) no sabemos ni por dónde empezar a desalojarlo

El candidato presidencial demócrata Joe Biden habla en el Chase Center en Wilmington, Delaware, el pasado miércoles por la noche. JIM WATSON (AFP)

Escribo a ciegas, pues, a la entrega de esta columna, Estados Unidos aún no tiene presidente electo. A ciegas y un poco ebrio por el chute de espectáculo de un recuento que parece una final de Roland Garros con Rafa Nadal. En mi presente, Biden toca la victoria con los dedos. En el presente del lector, quizá eso suene a un pasado ingenuo y casi nostálgico. Sea cual sea el resultado y hagan lo que hagan los abogados para impugnarlo en los tribunales, lo único tangible que comparten su presente y el mío es un mundo en el que el ogro ...

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Escribo a ciegas, pues, a la entrega de esta columna, Estados Unidos aún no tiene presidente electo. A ciegas y un poco ebrio por el chute de espectáculo de un recuento que parece una final de Roland Garros con Rafa Nadal. En mi presente, Biden toca la victoria con los dedos. En el presente del lector, quizá eso suene a un pasado ingenuo y casi nostálgico. Sea cual sea el resultado y hagan lo que hagan los abogados para impugnarlo en los tribunales, lo único tangible que comparten su presente y el mío es un mundo en el que el ogro populista ha echado raíces y los demócratas (los del partido homónimo y todos los demás) no sabemos ni por dónde empezar a desalojarlo.

El anciano y dizque apocado Joe Biden es la encarnación perfecta del trauma. Como bien expresaba Bret Easton Ellis en su ensayo Blanco, la reacción de las élites progresistas (y ricas) a Trump ha sido melodramática, ridícula y alucinada. Desde 2016 no han hecho otra cosa que mirar por la ventana con la boca abierta, sin hacer la cama ni fregar los platos. La tele lo ha contado muy bien. La última temporada de The Good Fight es un retrato magistral del desconcierto tarumba que les ha paralizado como si estuviesen bajo los efectos de una toxina nerviosa. Diane Lockhart sufre tanto con Trump que se tira a las drogas y tiene alucinaciones (una de ellas, que Hillary gana). Otras ficciones han sido más cursis: La ley de Comey, por ejemplo, narra una sonrojante noche electoral de 2016 en que una madre espeta a su marido (y director del FBI): “¿Qué va a ser de nuestras hijas? ¿Cómo vamos a explicárselo?”. Las hijas lloran en los cuartos de su mansión, y al espectador le cuesta entender cómo carajo se va a ennegrecer la vida de unas niñas ricas con media docena de iPhones cada una. Muchos de los plantos por la victoria de Trump parecen darle la razón: ¿qué satisfacción puede haber para un trumpista mayor que ver llorar a los hijos del establishment?

Espabilar a una progresía que no se ha recuperado aún del susto es una misión que excede la hechura de hombros de un señor frágil con un pie ya en el estribo, pero ¿quién sabe?

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