Comer televisión, ver la cena
Las cenas domésticas se empiezan a preparar bajo esta pregunta: '¿qué me pongo para cenar?'. La televisión es la guarnición de los que cenamos solos
Yo creía que cada cena en esta vida empezaba con la misma pregunta: “¿qué ceno hoy?”. Pero durante el confinamiento me di cuenta de que no. Las cenas domésticas se empiezan a preparar bajo esta otra: “¿qué me pongo para cenar?”. Para comer, lo más probable es que tengamos un circuito cerrado de menús que se van sucediendo sin que tengamos que pensar. Lo agotador es decidir día tras día, plataforma por plataforma, qué queremos ver mientras nos llevamos el tenedor a la boca. Y qué bien lo decimos con nuestro español reciente y casero. ¿Qué me pongo para cenar? Porque el programa, la serie o la p...
Yo creía que cada cena en esta vida empezaba con la misma pregunta: “¿qué ceno hoy?”. Pero durante el confinamiento me di cuenta de que no. Las cenas domésticas se empiezan a preparar bajo esta otra: “¿qué me pongo para cenar?”. Para comer, lo más probable es que tengamos un circuito cerrado de menús que se van sucediendo sin que tengamos que pensar. Lo agotador es decidir día tras día, plataforma por plataforma, qué queremos ver mientras nos llevamos el tenedor a la boca. Y qué bien lo decimos con nuestro español reciente y casero. ¿Qué me pongo para cenar? Porque el programa, la serie o la película que elijamos es algo para ponerle a la cena. La televisión es la guarnición de los que cenamos solos.
La comida y la televisión son dos alimentos que se alimentan entre sí. ¿Acaso no hay programas, cadenas, incluso ciertas caras televisivas que dan hambre? En ocasiones hambre de un sabor urgente. Por ejemplo, a mí la cara de cierto presentador del telediario me provoca muchas ganas de comer lasaña. El clima y las voces de algunos late nights del fin de semana me incitan a pedir comida tailandesa. Con Los Simpson siempre me apetece comer paella. Las series sobre asesinos en serie van con queso untado en patatas fritas. Los vídeos de entrevistas con celebridades del siglo pasado que veo en YouTube me piden cruasanes de aeropuerto con jamón, loncha de queso y tiras de lechuga. Con cualquier programa de La 2 quiero una sopa castellana.
No sé qué hambre empezó primero, si el hambre del estómago al ver la tele encendida o el hambre de tele al ponerse a cenar algo anodino, pero está claro que son dos fuerzas que juegan juntas a debilitar nuestra voluntad de hacer una sola cosa y disfrutar de ella. Comer mientras miramos una pantalla es un pecado contra el momento presente. Lo aprendí en un curso mindfulness. La primera lección consistía en comer una uva pasa durante cinco minutos con los ojos cerrados. Y nada más. Ya en casa hice el ejercicio con una ensalada completa. Era la primera vez que al otro lado de la ensalada no había un portátil. La explosión del tomate cherry sonó en la habitación. La ensalada sabía tanto a todo que me asusté. Se me hizo una ensalada muy larga y compleja.
Hay un halo de desgracia en tener que mirar algo para poder comer, pero bienvenida sea la tele contra el sonido del tenedor en el plato en mitad del silencio, contra una comida trámite de miércoles antes de una reunión, contra toda una mesa llena de padres, cuñados, primos que hablan, contra un menú de dieta que no está pensado para que nadie lo saboree. Comer viendo la televisión estaba inventado antes de que nosotros llegáramos y nos perpetuará. Quizá en un futuro remotísimo siga habiendo alguien que se pregunte qué ver para cenar antes de darse cuenta de que hace años que ya no se cena.
Alberto Otto es autor de Un chalet en la Gran Vía (Terranova)