La realidad, el último pelotazo de Netflix

Las plataforma apuntala, con dos programas nuevos sobre misterios y juicios mediáticos, su conquista del público menos interesado en la ficción

En foto, el vigilante del metro de Manhattan Bernhart Goetz en Nueva York en 1987. En vídeo, tráiler de la serie de Netflix 'Juicios mediáticos'.Vídeo: ASSOCIATED PRESS / NETFLIX

Woody Allen ha ido al infierno, de momento, solo en la ficción. En Desmontando a Harry su ascensor al averno iba haciendo paradas y revelaba que la condena de los abogados es pasar la eternidad pared con pared con los periodistas. Juicios mediáticos, el penúltimo bombazo de telerrealidad en Netflix, analiza el papel de la prensa a la hora de moldear la opinión pública en torno a los crímenes, de convertir suc...

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Woody Allen ha ido al infierno, de momento, solo en la ficción. En Desmontando a Harry su ascensor al averno iba haciendo paradas y revelaba que la condena de los abogados es pasar la eternidad pared con pared con los periodistas. Juicios mediáticos, el penúltimo bombazo de telerrealidad en Netflix, analiza el papel de la prensa a la hora de moldear la opinión pública en torno a los crímenes, de convertir sucesos (por ejemplo, una agresión) en historias (esa agresión encapsula las tensiones sociales del momento) y de tratar el cumplimiento de la ley como un espectáculo.

En 1984 un juez permitió, por primera vez, cámaras de televisión en un juzgado amparándose en el derecho a la información (fue un caso de violación múltiple que protagoniza el cuarto capítulo de la serie y que después se adaptó al cine en Acusados, por la que Jodie Foster ganó un Oscar). Los juicios televisados se convirtieron entonces en la madre que parió a la telerrealidad. En ningún otro espacio pueden confluir la democracia y la violencia, el bien y el mal, la justicia y las pasiones, los prejuicios y la moral, y estar todos puestos al servicio de lo que más le gusta al público: una buena historia.

Juicios mediáticos es a los juicios televisados lo que Misterios sin resolver, el otro docurreality del momento en Netflix, es a Cuarto milenio o ¿Quién sabe dónde?: un reciclaje de eficacia comprobada. Misterios sin resolver, al carecer de juicio (y de resolución), ofrece al espectador la responsabilidad y el disfrute de ejercer de juez, jurado y abogado. Juicios mediáticos, por su parte, propone una experiencia sociocultural en la que el espectador puede elegir entre revolverse ante los crímenes, escandalizarse con los veredictos y aplaudir la falta de escrúpulos de los abogados. La ley es lo de menos.

Los abogados entrevistados en Juicios mediáticos alimentan sonrientes la fama de buitres sin escrúpulos que su gremio tiene en Estados Unidos: no hablan del bien y del mal, ni siquiera de lo legal y lo ilegal. Hablan de estrategias: en 1984, Bernhard Goetz disparó a cuatro adolescentes negros en un vagón de metro, en lo que podía entender como su derecho a protegerse, una catarsis ante la criminalidad desbocada del Nueva York de la época. Hablan de las emociones del jurado: los policías que pegaron 41 tiros a un chaval africano desarmado mostraron su arrepentimiento entre lágrimas. Hablan de fiscales tan necios que solo recurren a los datos: “Si no le gusta, que se vaya de Nueva York” exclamó el fiscal del caso Goetz ante la bancada de un jurado de 12 neoyorquinos que fruncieron el ceño. Sobre todo, hablan de la teatralidad del alegato.

En el cuarto episodio, que narra el escándalo del empresario Richard Scrushy (la mayor estafa financiera de la historia), sus abogados explican orgullosos sus maniobras. Jim Parkman abrió su alegato aclarando que no era más que un humilde abogado de un pueblo cercano, que su abuela siempre decía que todas las tortitas tenían dos caras (y por consiguiente, la verdad también) y que sabía que tenían las de perder contra el sistema. Su compañero Donald Watkins, de raza negra, contó que, antes de ir a la escuela, su madre le daba caramelos de menta para paliar su sed por si la fuente para negros estaba estropeada, pero que gracias a 12 miembros de un jurado (tan honrados como los allí presentes) ahora podía beber de cualquier fuente. Acabó caminando hasta la bandera estadounidense de la sala y enrollándose con ella. Esos mismos abogados admiten que, mientras la fiscal detallaba las cifras del fraude, ellos ponían los ojos en blanco y daban cabezadas para empatizar con el aburrimiento del jurado. “Y cuando me tocó a mí interrogar al director financiero, empecé acusándole de haber sido infiel a su mujer. El jurado se incorporó y se inclinó hacia adelante con los ojos como platos”, presume Parkman. Luego aclara que odió perpetrar aquel ataque porque el testigo le caía bien.

Lo interesante aquí es observar los agujeros del sistema. Lo inmoral no es ilegal. Que un programa de televisión explote las miserias de sus invitados puede ser obsceno, pero está amparado por la libertad de expresión. También Scrushy podía inflar artificialmente el valor de sus acciones: el capitalismo especulativo se lo ponía en bandeja. La ventaja del espectador es que lo observa todo desde el palco de la superioridad moral y del tiempo. Cuestionar a una víctima de violación (¿qué llevaba puesto? ¿qué hacía sola en un bar a esas horas?), la brutalidad policial o la impunidad sistemática de los millonarios siguen siendo problemas sistémicos ahora. Que haya cosas que nunca cambian convierte a Juicios mediáticos, por momentos, en un relato de terror.

La prensa figura como una fuerza de manipulación colectiva inevitable. El reverendo Al Sharpton, una de las figuras prominentes de la lucha de los estadounidenses negros desde los setenta, aparece en dos capítulos distintos porque se puso al frente de los dos casos raciales (los disparos en el metro y el tiroteo de los policías) en cuanto comprendió que ambos tenían dramatismo suficiente para conmocionar a los medios y a la población. Los crímenes servirían como vehículos para sensibilizar a la sociedad en torno a las injusticias mayores que el caso en sí. Sharpton explica que si la prensa es ineludible, más vale saber utilizarla a tu favor. Juicios mediáticos también presupone ese ente abstracto que se denomina “el sistema” y que en Estados Unidos genera paradojas tan delirantes como el de ese episodio de Misterios sin resolver en el que una mujer es condenada a indemnizar a la familia de su marido desaparecido (presuntamente asesinado por ella) pero sin llegar a ser condenada por el asesinato al no haberse encontrado el cadáver.

Uno de los artífices de Juicios mediáticos es Steve Brill, fundador de Court TV. En 1991, la presencia de cámaras de televisión en los juzgados ya era la norma y aquella cadena de cable supo aprovechar esas cualidad impredecible y trágica que solo puede encontrarse en la vida real. Con el caso de los hermanos Menéndez -dos herederos millonarios que asesinaron a sus padres- y el de O. J. Simpson, Court TV alcanzó audiencias masivas. Allí donde haya un crimen habrá un espectáculo en potencia, aunque a menudo se acabe señalando a la luna para que el espectador se obsesione el dedo: Juicios mediáticos no analiza el sistema que acomoda los crímenes o las absoluciones y prefiere centrarse en la reacción apasionada del público. Y la ley y las cámaras se retroalimentan de tal forma que resulta imposible elucubrar si esos juicios habrían tenido un desenlace distinto de haberse celebrado a puerta cerrada. En 1997 Canal 9 emuló a Court TV dedicando tardes enteras a comentar el juicio por los asesinatos de Alcàsser. Un día, el hermano de Enrique Angés se contradijo en su testimonio. “Pero si usted anoche en Esta noche cruzamos el Mississippi dijo que no lo sabía” le increpó la fiscal. “Ya” respondió Anglés sin inmutarse, “pero eso era la tele”.

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