‘Tales from the Loop’: El reverso humanista de ‘Black Mirror’
La serie desdibuja lo real y utiliza la fantasía para esbozar el potencial de las relaciones humanas una vez liberadas de los límites de lo posible
No es habitual que una serie de televisión se construya a partir de los escenarios. Pero eso es justo lo que ocurre en la hondísima Tales from the Loop, una poliédrica exploración de lo que somos que desdibuja lo real y utiliza la fantasía –elementos fantásticos clásicos como la transmutación, el viaje en el tiempo, la premonición– para esbozar, como en un lienzo al que no le cuesta elevarse a inquietante experiencia sensorial, el potencial de las relaciones humanas una vez liberadas de los límites de lo posible. La amistad, el amor romántico, la devoción de un nieto por su abuelo, hast...
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No es habitual que una serie de televisión se construya a partir de los escenarios. Pero eso es justo lo que ocurre en la hondísima Tales from the Loop, una poliédrica exploración de lo que somos que desdibuja lo real y utiliza la fantasía –elementos fantásticos clásicos como la transmutación, el viaje en el tiempo, la premonición– para esbozar, como en un lienzo al que no le cuesta elevarse a inquietante experiencia sensorial, el potencial de las relaciones humanas una vez liberadas de los límites de lo posible. La amistad, el amor romántico, la devoción de un nieto por su abuelo, hasta la más íntima relación con uno mismo, son las protagonistas de una serie que no hubiera existido sin los paisajes del sueco Simon Stålenhag.
Nacido en 1984, Stålenhag inventó, para el libro artístico del mismo nombre, una localidad rural misteriosamente plagada de objetos, a menudo oxidados y abandonados, que podrían pertenecer a cualquier época, pero, sobre todo, a la década de los cincuenta o los sesenta, en cuyo subsuelo se había construido una especie de laboratorio en el que se hacía posible lo imposible, el llamado Bucle (Loop). Dejar volar la imaginación fue sencillo para el guionista Nathaniel Halpern (Legión, The Killing), que colocó en ese fantasmagórico y evocador lugar, en ese retro-futuro de robots desamparados, tristes e ilusamente mastodónticos y artilugios con aspecto de viejos electrodomésticos sin aparentemente ningún valor, una colección de vivísimos personajes y dejó que interactuaran.
Entonces ocurrió que la ciencia ficción clásica, aquella que no entiende de nuevas tecnologías ni las necesita –podría verse Tales from the Loop como el reverso humanista de Black Mirror –, se apoderó del invento y trazó su propio mapa. En la historia con la que da comienzo, Loretta, una niña que espera cada tarde a que su madre, aburrida por otro lado de ser madre, regrese del Bucle; que a menudo va incluso a buscarla a la puerta de esa especie de fábrica bajo tierra, acaba perdiéndose en un futuro en el que no tendrá otro remedio que verse desde fuera, obrando el milagro de devolver a lo fantástico su condición de potentísima herramienta de exploración del yo.
Liberado todo sentimiento humano del corsé del tiempo y el espacio, de la lógica castrante de la realidad, se expande su potencial. Es al interactuar cuando somos distintos, cuando se modifica o se pone a prueba ese yo que se pretende explorar –toda obra artística es, en definitiva, un sumergirse en el misterio de la identidad, de aquello que nos da forma, un recopilar piezas de un rompecabezas que nunca completaremos–. Y cada capítulo de esta mayúscula obra de orfebrería, o serie de cámara –a la que, por otro lado, propulsa a experiencia sensorial la banda sonora de Philip Glass–, está comandado por una relación, que se detiene a poner a prueba, ya sea intercambiando mentes o deteniendo el mundo ahí fuera, aquello que nos hace humanos.
En una historia, Jakob, el hijo de la Loretta adulta –sí, el espectador, como los personajes, también viaja en el tiempo, y está viendo, en todo momento, un presente moldeable, un presente en el que, como diría el abuelo fundador del Bucle, lo imposible no existe–, prueba a ser, durante un día, su mejor amigo Danny. La narración no se centra en todo lo que puede hacer el tímido y estudioso Jakob con el físico perfecto y la despreocupación de Danny sino en explorar la intimidad de aquel, en un terrorífico relato de final devastador –algo, por otro lado, habitual en cada entrega, jugar con fuego acaba abrasándote, te dice cada capítulo– en el que todo lo horrible que puede ocurrir ocurre porque no hay límites cuando alteras la norma.
El minimalismo de lo fantástico en la propuesta, salpicada de elementos que en cada escena te recuerdan que puede que todo parezca corriente pero no lo es –desde el brazo metálico del padre de Jakob y Colin, y marido de la Loretta adulta; hasta los artilugios que abundan en los tejados de las casas, suerte de antenas gigantescas que parecen poder estar en contacto con cualquiera de las piezas diseminadas por los bosques que rodean la ciudad–, y la interconexión de los capítulos –dirigidos, por otro lado, por primeras espadas, desde Jodie Foster a So Yong Kim, pasando por Charlie MacDowell–, la convierte en una rara avis en lo que al género (de la ciencia ficción) se refiere estos días, y a la vez en un cerrado mundo (interior) destinado a convertirse en objeto de culto.