EL PAÍS LANZA SU SUSCRIPCIÓN DIGITAL

Territorio personal

El diario inicia una etapa clave con la implementación de un modelo de suscripción digital. Los lectores podrán acceder a 10 artículos mensuales; después necesitarán suscribirse. El precio es de 10 euros al mes, con una oferta del primero por un euro. Este artículo pertenece a una serie sobre los pilares de EL PAÍS

En primera fila, desde la izquierda, Marta Sanz, Antonio Muñoz Molina, David Trueba, Irene Vallejo y Luz Sánchez-Mellado. Detrás, en igual sentido, Manuel Vicent, Elvira Lindo, Almudena Grandes, Xavier Vidal-Folch, Nuria Labari, Mario Vargas Llosa, Juan José Millás, Julio Llamazares, Rosa Montero y Manuel Jabois. Foto compuesta en dos tomas.Samuel Sánchez

He ido a la hemeroteca de EL PAÍS para saber cuándo leí la frase por primera vez. Fue en 1994; yo tenía 16 años. La escribió Manuel Vicent al salir de un encuentro con un brujo cubano que le echó los caracoles para que el escritor supiese su futuro. Le dijo, el brujo, que moriría sentado en una mecedora sin molestar a nadie. Y Vicent escribió: “Siempre he soñado que una manera elegante de acabar con este baile sería sentarse en una mecedora blanca con un sombrero de paja junto al Mediterráneo y guardar un silencio definitivo durante muchos años mirando el horizonte sin mover una pestaña”.

Esa larga frase me persiguió durante tanto tiempo que había días en que creía que la había convertido en un propósito. Él fue mi primera firma de EL PAÍS, la primera que, contándome su muerte, hice parte de mi vida. Y encontré muchos años después este artículo suyo de 1988: “Una mecedora blanca, algunas diosas de escayola en el jardín, las paredes de la terraza pintadas con cal, una parra de sombra amorosa, libélulas y campanillas moradas en la alberca, las persianas verdes, cortinas que inflan la brisa durante la siesta, sonido de una mosca vibrando en la penumbra, el Mediterráneo en la ventana (…) Dejar pasar las horas, desechar cualquier ambición, vivir el sol en medio de una elegante austeridad, tomar aceite de oliva, andar descalzo sobre la sal, navegar en aguas de dulzura y no desear nada sino amigos y ensaladas de apio. He aquí el inventario de mi fe”.

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Ese inventario suyo miles de lectores lo han hecho con él y con firmas como él que han convertido su territorio, el de las columnas de Opinión, en un lugar personalísimo al que volver sin dar explicaciones. Desde el análisis político hasta el científico, desde un instante de felicidad o dolor de la vida de alguien. La sección de firmas de EL PAÍS, desde las veteranas e ilustres a las más jóvenes, ha sido siempre una especie de sala de máquinas con la que abordar, de una forma diferente a la sala principal, el funcionamiento del periódico. Un espacio privilegiado en el que conviven especies distintas que, de no encontrarse con la palabra, no se encontrarían nunca. Del diario tiran las noticias y las grandes coberturas; al diario lo explican columnistas para los que, como dice Mario Vargas Llosa, “practicar el periodismo es una manera de estar al día”.

Un día, cuando muchos no habíamos nacido, Rafael Alberti, uno de los primeros grandes articulistas de este diario, convirtió a Picasso en paloma: “Durante toda mi vida he ido buscando una sola paloma. Sin conseguir retenerla para siempre, la misma de aquel poema que dediqué a Pablo Picasso que, de tanto vivir rodeado de ellas, llegó a creerse que él mismo también lo era”. Y María Zambrano, otra columnista ilustre, se despedía de José Herrera Petere, poeta exiliado y “poema él mismo”.

Uno se educa leyendo los periódicos y crece buscando su pasado; al fin y al cabo todo periódico lo es cuando se termina de leer. Umbral se marchaba antes de que empezase la fiesta para contarla al día siguiente en EL PAÍS.

Un momento de la sesión fotográfica a los columnistas de EL PAÍS. En vídeo, cómo se hizo la foto.

Recuerdo de Vázquez Montalbán tantas cosas (“En España se ha formado una especial casta de monoliberales con la unidimensionalidad de su pensamiento marcada por un toque pijo de palabra, obra y omisión que merece un lugar en cualquier Museo de la Mujer y del Hombre, naturalmente”) que me quedo con una crónica tristísima en la que Juan Cruz dice que hubiera dado sus pulmones en aquella carrera para llegar a la puerta de embarque de Bangkok en la que se quedó para siempre el escritor barcelonés.

Hay palabras que ya no se despegan, y las de las columnas son, muchas veces, las que más se parecen a mí, a lo que quiero ser o a lo que ya he dejado de ser. Una vez abrí el periódico y leí a García Márquez contando cómo le salió la primera frase de Cien años de soledad. Otra vez me encontré esta frase de Leila Guerriero: “Todos hemos sido alguna vez el monstruo de alguien”. Un sombrero de paja, una mecedora blanca y el Atlántico, que me perdone Vicent. Es todo cuando se necesita, siempre que se haya acabado de leer el periódico. Siempre que se haya acabado de estar al día.


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