Craso, el general romano que perdió la cabeza un día de calor
Símbolo de error, quiso igualarse como militar a sus socios Pompeyo y Julio César, pero acabó decapitado y protagonista de una macabra representación teatral
Convertir a Marco Licinio Craso, el político y general romano cuyo nombre es adjetivo de metida de pata notable (craso error), en personaje de lectura de verano tiene su explicación. Esta iba a ser una serie sobre episodios notables de la II Guerra Mundial, que era para su autor como jugar en casa; pero hete aquí que el encargo -o tempora, o mores- finalmente ha sido de escribir algo sobre griegos y romanos, historias entretenidas acerca del mundo clásico. Así que, tras Ulises, aquí está Craso, cuya vida entretenida lo es un rato, desde luego.
No diré yo que sea mi romano favorit...
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Convertir a Marco Licinio Craso, el político y general romano cuyo nombre es adjetivo de metida de pata notable (craso error), en personaje de lectura de verano tiene su explicación. Esta iba a ser una serie sobre episodios notables de la II Guerra Mundial, que era para su autor como jugar en casa; pero hete aquí que el encargo -o tempora, o mores- finalmente ha sido de escribir algo sobre griegos y romanos, historias entretenidas acerca del mundo clásico. Así que, tras Ulises, aquí está Craso, cuya vida entretenida lo es un rato, desde luego.
No diré yo que sea mi romano favorito, una categoría en la que competirían el Marco Antonio de Marlon Brando -el de verdad era muchísimo peor, que le pregunten sino a Cicerón-, el Claudio de Derek Jacobi y, el Alix de los cómics y, claro, el Máximo Décimo Meridio, comandante de los ejércitos del Norte, general de las legiones Félix, etcétera, de Russell Crowe. De los de verdad me caen especialmente bien Ovidio y Catulo, con los que me habría ido de marcha (con el primero no tan lejos como tuvo que irse), cosa que sin duda no hubiera hecho ni harto de vino con Tiberio y ni te digo con Calígula (no el de Camus sino el auténtico), que eso sí era marcha dura.
Craso, desgraciado en varias cosas, sobre todo su final, ha tenido la inmensa suerte para su ego póstumo de ser encarnado por Laurence Olivier, aunque quién le iba a decir al patricio romano que le recordaríamos por un monólogo dudoso sobre ostras y caracoles que hacía poner pies en polvorosa por sus obvias implicaciones sexuales al esclavo Antonino (sin parentesco con quien firma), interpretado por Toni Curtis. El caso es que Craso aparece en esa película, Espartaco, de Kubrick, efectivamente, como el malo de la función, degollando con su propia mano al honrado gladiador reciario Draba y haciendo crucificar a Kirk Douglas; de manera que saber que en última instancia, después de todas esas perradas, las cosas le fueron pésimamente en la vida en la realidad es casi hasta gratificante, justicia histórica.
Voy a adelantarles, haciéndome un spoiler a mí mismo, que Craso, que cayó luchando contra los partos en el 53 antes de Cristo en una de las campañas militares peor conducidas de la historia -comparable a la del general Custer pero a lo bestia, con siete legiones-, tuvo un por así decirlo último saludo en el escenario cuando su cabeza cortada fue usada por el enemigo, con gran sentido de la oportunidad escénica, en una representación de Las Bacantes, de Eurípides. Cuando uno piensa lo que le agradaba el teatro a Laurence Olivier y lo mucho que les hubiera gustado a los que lo consideraban un vanidoso bastardo que acabara como Craso…
En fin, Craso, cuya coraza, la del filme, que se exhibía en la exposición de Kubrick en el CCCB estuve a punto de probarme en un descuido de seguridad, tiene algunas características estivales que lo hacen merecedor de estar aquí, en esta serie de sandalia clásica de verano. Así como a Adriano (por el Muro), a Marco Aurelio y al Máximo Décimo Meridio (etcétera) de Crowe los identifico siempre con el frío (a los dos últimos por las campañas contra los marcomanos), es pensar en Craso y fundirme de calor. No porque pasara las vacaciones en Formentera como estoy haciendo yo, aunque en Formentera había romanos (ya hablaremos de ellos en otra entrega), ni porque realmente hay que ser Craso o incluso Creso para que no te raque pagar 17 euros por un gin tonic en el chiringuito Es Ministre de Illetes como hice yo el otro día. Sino porque Craso mordió el polvo en verano (junio) en una calurosísima batalla, Carras o Carrhae, por la ciudad donde buscó refugio, en un ambiente desértico y sudoroso digno de Beau Geste, de Lawrence de Arabia y hasta de Rommel.
Batalla en el desierto
Es curioso porque, pese a que los romanos lucharon en todos los climas y algunas célebres batallas las libraron con mucho calor -Zama o la toma de Massada, por ejemplo- tendemos a imaginar sus enfrentamientos en fresco. Nos cuesta (a mí al menos) pensar en las legiones maniobrando en el desierto, y con camellos cerca ni te digo (en Carras hubo muchos, los usaban principalmente los partos para llevar flechas y más flechas a sus arqueros que disfrutaron de una provisión inagotable).
Craso (c. 115 antes de Cristo), según nos cuenta Plutarco, en sus Vidas paralelas (en las que lo compara con el general y político ateniense de la Guerra del Peloponeso Nicias, otro rico y perdedor), no nos hubiera caído simpático. En eso, Laurence Olivier lo bordó. Se aprovechó toda su vida de las circunstancias y sobre todo de las desgracias de otros y de las calamidades públicas para enriquecerse enormemente (Plutarco le calcula un patrimonio de 7.100 talentos, unos 170.400.000 setercios, que sin duda es una pasta, hagas como hagas el cambio), ya fuera consiguiendo los bienes subastados de los perseguidos políticos, haciéndose con propiedades tras un incendio, montando lupanares o (re)vendiendo a los esclavos de la revuelta de Espartaco.
Dice Plutarco que decían los romanos, con muy mala leche, que a las muchas virtudes de Craso solo un vicio hacía sombra, la codicia, pero que esta era tan dominante (hasta llegó a hacerse amigo de una virgen Vestal, Licinia, con el riesgo que eso suponía si se te iba la mano, para conseguir que le vendiera un terreno) que no dejaba ver ningún otro rasgo de su personalidad. Bien, eso no del todo cierto, aunque lo diga Plutarco -ante quien me quito, naturalmente, el sombrero, porque comparar a Solón y Publícola, por ejemplo, tiene tela-, y es que Craso era además un pedazo de envidioso que no podía sobre todo con la suerte y buena prensa de Pompeyo. Es verdad que Craso no vivió para ver cómo a Pompeyo también le cortaban la cabeza -y a su otro envidiado colega, Julio César, lo cosían a puñaladas: ¡vaya triunvirato de éxito!-, pero fueron esa envidia y el deseo de emulación, además de la “sórdida codicia”, lo que le llevaron al desastre.
Vacaciones en Hispania
De la biografía de Craso anterior a su nefasta campaña siria y la batalla de Carras, yo me quedo con el simpático episodio de su fuga a Hispania durante el régimen populista de Cina y Mario. Craso se refugió en una cueva cerca del mar donde no solo pasó la tormenta con tres amigos y diez criados (vamos, como otros están pasando la pandemia en el Empordà), sino que Jubio Esparciaco, un terrateniente de la zona, le hizo llegar “dos esclavas bien parecidas” para “agasajarle” y que “disfrutara de los placeres que pedía su edad” (toma, su edad y todas). La verdad, que rara es la gente, pues qué necesidad tenía Craso viviendo así de irse a pelear al desierto con los partos… Pero, como decíamos yo y Plutarco “mortificábale que hubiera triunfado Pompeyo y que le llamaran Magno”.
Vio una oportunidad en la guerra de los esclavos iniciada con la sublevación de los gladiadores de la escuela de Vaciato en Capua (véase la serie Spartacus, pero sin creer todo lo del sexo) y consiguió el nombramiento de general por el Senado. Deseoso de prestigio y éxito, trató con mano de hierro a sus soldados restableciendo la fea costumbre de diezmar (ejecutar a uno de cada diez, por sorteo) a las unidades que retrocedían. Venció al fin a Espartaco, pero el mérito se lo llevó Pompeyo, que pasaba por ahí, al liquidar a los remanentes del ejército del gladiador, por lo que se le decretó un magnífico triunfo. Lo que no hizo sino aumentar el deseo de emulación y gloria de Craso.
Y ahí lo tenemos, tras repartirse el poder y el mundo Pompeyo (Hispania), César (Galia) y él (Siria), al frente de un ejército enorme (siete legiones, cuatro mil jinetes, y numerosas tropas ligeras, unos 50.000 hombres), soñando con conquistar el Este, pasando por encima del imperio parto, hasta la India y más allá como un nuevo Alejandro, un sueño que repetirían más tarde otros generales y emperadores romanos en campañas parecidas que han contado novelistas como Valerio Manfredi (la de Valeriano) y Santiago Posteguillo (la de Caracalla). Craso ya estaba mayorcito, pasaba de los sesenta años “y parecía más viejo de lo que era”, nos dice Plutarco. De hecho, llevaba consigo, como jefe de una fuerza de caballería gala de mil jinetes obsequiada por Julio César, a su propio hijo, Publio Craso. La expedición fue mal desde el principio y cosechó los peores augurios. Parece que es que ni las águilas, los sagrados estandartes, querían moverse. Visto cómo fue, hacían bien.
Unas palabras sobre los peligrosos partos “hombres de quienes si perseguían, no había como librarse, y si huían, no había como alcanzarlos” (sí, parecen los comanches). Sus arqueros eran peligrosísimos y su caballería, que incluía a los acorazados catafractos, imparable cuando no se la afrontaba con las tácticas apropiadas y te pillaba en terreno abierto.
Craso erró
Craso erró, y valga la expresión,confiando en un guía traidor, un jefe tribal árabe, Abgaro, “hombre tornadizo” que metió al ejército en una inmensa llanura para regocijo de los partos. Estos estaban mandados por el noble Surena, brazo derecho del rey Orodes y con fama de tipo guapo (lo destaca Plutarco, aunque dice que era una belleza afectada) y militarmente resolutivo.
Total, que los romanos marchaban sedientos y sudando en medio de una soledad vasta y enojante mientras su general, que había cometido el error de vestir de negro, color funesto y más a cincuenta grados, les metía prisa. Toparon con el ejército parto que les dejaba avanzar para que se desfondasen mientras sus arqueros a caballo volvían grupas y disparaban hacia atrás cuando les perseguían (el famoso tiro parto). Hartos de ese enemigo escurridizo, los romanos lanzaron a su caballería, seguida por infantería. Pero los jinetes partos los rodearon levantando una gran polvareda y sin dejar de asaetearlos. Una vez clavados al suelo, literalmente, se lanzó sobre ellos la caballería pesada parta.
En la masacre subsiguiente cayó el hijo de Craso. Le cortaron la cabeza y la pasearon en una pica ante el resto del ejército romano y su padre. Ver la cabeza de un pariente desanima, como le pasó a Aníbal con la de su hermano Asdrúbal después de Metauro. Y Craso padre no era Aníbal, precisamente, aunque por lo visto “se mostró muy superior a sí mismo” y trató de animar a sus soldados diciéndoles que el luto era suyo, no de ellos. La jornada acabó con los romanos retirándose en medio del caos y los partos, que no combatían de noche, preparando su siguiente movimiento. Craso estaba hecho polvo y el ejército no digamos. Y entonces tuvo lugar una segunda traición. Surena propuso conferenciar. El general romano no se fiaba, pero sus tropas le hicieron aceptar. En el encuentro parece que hubo un malentendido, pero muy conveniente para los partos, pues uno de ellos, un tal Maxatres, sacó su espada y atravesó a Craso, cortándole la cabeza acto seguido, lo que desde luego no parecen maneras para hacer la paz.
Los partos acabaron con los restos del ejército romano, matando en total a unos veinte mil y haciendo prisioneros a otros diez mil. Entre los que escaparon estaba Casio, uno de los asesinos de César. Y aquí viene lo de la cabeza. Surena envió el triste despojo al rey Orodes, que se encontraba en Armenia de fiesta con el rey de allá, Atabazes, antiguo aliado de Roma. Durante un banquete con teatro incluido, algo así como nuestras cenas con espectáculo, en el momento en que un actor llamado Jasón estaba recitando el pasaje de la tragedia de Eurípides Las Bacantes en la que esas chicas malas, poseídas de furor báquico, aparecían con la cabeza de Penteo, entró, con gran sentido de la oportunidad, un mensajero portando la de Craso.
Demostrando una capacidad de improvisación digna de un gran comediante -de un Laurence Olivier, ya que estamos-, Jasón tomó la cabeza del general romano, que debía ser cosa de verse tras viajar de Carras a Armenia, y continuó la función, lo que fue muy aplaudido. No tanto por Maxatres, que estaba allí y reconoció la cabeza que él había cortado y se la arrebató al actor diciendo que esa escena le correspondía a él, para el jolgorio general. Hay que ver cómo se lo pasaban los partos. En fin, que como dice Plutarco, no se puede negar que la historia de Craso acabó en tragedia...
La malhadada expedición romana tiene una curiosa coda literaria. Resulta que entre el bagaje de los mandos de las legiones capturado por los partos figuraban unas copias de Los Milesíacos, unos libros obscenos de Aristides, que es como si ahora pillaran a un general estadounidense en Iraq con revistas porno o Cincuenta sombras de Grey en vez de Jane’s Defense Weekly o Soldier of Fortune Magazine. El caudillo parto Surenas, avanzando ya el tópico de la decadencia y caída de Roma, afeó a los romanos que ni a la guerra pudieran ir sin entretenerse con tal lectura. Pero Plutarco le dice que no mire la paja, con perdón, en el ojo ajeno cuando él, el bello Surena, al ir a la guerra, llevaba su equipaje personal en mil camellos y en doscientos carros a sus concubinas…
Próxima entrega: De veraneo con un etrusco.