Las Cortes de Cádiz de Kichi

Cádiz es la provincia española que más trabajadores expulsa y la que menos atrae, según los informes anuales de movilidad laboral del Ministerio de Trabajo

Dijo Vicente Rodríguez, el pregonero de la Semana Santa de Cádiz, que el pregón que leyó ayer domingo en el Teatro Manuel de Falla, lo escribió en el tren que toma a diario para ir a Sevilla a trabajar. Dos horas de ida y otras dos de vuelta dan para escribir, reescribir y pulir un pregón digno de los mejores cofrades.

Rodríguez no viaja solo en ese tren: son muchos los gaditanos (y los jerezanos, y los sanluqueños, y los algecireños, aunque a estos les quede más a desmano todo) que trabajan fuera de la provincia, y no todos tienen la suerte de poder volver a su domicilio al terminar la...

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Dijo Vicente Rodríguez, el pregonero de la Semana Santa de Cádiz, que el pregón que leyó ayer domingo en el Teatro Manuel de Falla, lo escribió en el tren que toma a diario para ir a Sevilla a trabajar. Dos horas de ida y otras dos de vuelta dan para escribir, reescribir y pulir un pregón digno de los mejores cofrades.

Rodríguez no viaja solo en ese tren: son muchos los gaditanos (y los jerezanos, y los sanluqueños, y los algecireños, aunque a estos les quede más a desmano todo) que trabajan fuera de la provincia, y no todos tienen la suerte de poder volver a su domicilio al terminar la jornada. La mayoría se ve forzada a mudarse: desde 2001, Cádiz es la provincia española que más trabajadores expulsa y la que menos atrae, según los informes anuales de movilidad laboral del Ministerio de Trabajo.

Más de 100.000 gaditanos salen cada año a buscarse las habichuelas donde pueden, dejando a sus espaldas un paisaje demográfico de pensionistas y parados que, curiosamente, no altera demasiado las expectativas electorales (al menos, de momento, porque todo puede torcerse: en las generales, la novedad más notable es que Vox puede lograr un diputado, mientras que las municipales son casi un plebiscito para Kichi, que aspira a ganar con holgura en la capital, conformando una mayoría cómoda). Los 40.000 españoles de otras provincias que van a Cádiz a trabajar no compensan ni de lejos ese éxodo.

Como el mar de la bahía, que ni en los días de Levante furioso se altera con mucha furia, el electorado responde con indiferencia y sorna a las mareas y a las tormentas, quizás porque el estancamiento de la ciudad viene de lejos, y la resignación, con murgas, es más llevadera. Ni siquiera se soliviantaron mucho cuando un jefe de la patronal cordobesa, Miguel Ángel Tamarit, dijo en diciembre que no se podía invertir en la provincia porque los gaditanos “son graciosos, pero no trabajan”. Tamarit se disculpó y pelillos a la mar. Todas las broncas se deshacen al atardecer y no hay rencor que aguante dos rondas de fino.

Se entiende así que el alcalde Kichi, que en Podemos suena a nota discordante, pueda afianzar un poder plácido e indiscutible, constituyendo sus propias Cortes de Cádiz, aisladas y seguras, en medio de todas las guerras abiertas por el resto de España entre los morados y sus confluencias. Al igual que la nación española se recompuso (o se compuso) en la ciudad cuando Napoleón invadió el país en 1808, tal vez Podemos se reencuentre a sí mismo en estas calles eternas que The New York Times acaba de poner de moda para los guiris más despistados. Los Clinton de Cádiz, como se conoce al alcalde y a su pareja, Teresa Rodríguez, pueden ser los únicos supervivientes de la catástrofe que los sondeos predicen para su partido. La otra catástrofe, la de la ciudad y la provincia, con su gotera demográfica, es otra cuestión que no entra en los debates.

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