El final de ETA

Sí que tardan los obispos en pedir perdón

El fatuo comunicado de los cinco prelados es toda una constatación del pernicioso papel de la Iglesia en terrenos ajenos a su misión

El lehendakari Juan José Ibarretxe con el obispo Setién en enero de 2001.Pradip J. Phanse

Eclipsado por la “declaración sobre el daño causado” de ETA, ha pasado desapercibida la petición de perdón de los obispos del País Vasco, Navarra y Bayona (vamos, los de Euskadi Sur y Norte) por las “complicidades” de la Iglesia vasca con quienes asesinaron a más de 800 personas.

El fatuo comunicado de los cinco prelados es toda una constatación del pernicioso papel de la Iglesia en terrenos ajenos a su misión y casi siempre en el lado equivocado. De entrada, resulta espeluznante que los obispos pidieran “sinceramente perdón” el mismo día, el pasado 20, en que lo hizo ETA. ¿Se puede ser...

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Eclipsado por la “declaración sobre el daño causado” de ETA, ha pasado desapercibida la petición de perdón de los obispos del País Vasco, Navarra y Bayona (vamos, los de Euskadi Sur y Norte) por las “complicidades” de la Iglesia vasca con quienes asesinaron a más de 800 personas.

El fatuo comunicado de los cinco prelados es toda una constatación del pernicioso papel de la Iglesia en terrenos ajenos a su misión y casi siempre en el lado equivocado. De entrada, resulta espeluznante que los obispos pidieran “sinceramente perdón” el mismo día, el pasado 20, en que lo hizo ETA. ¿Se puede ser más inoportuno? Conviene recordar que con quien ahora admiten haber tenido “complicidades, ambigüedades…” ha sido un grupo terrorista que surgió de un nacionalismo confesional, el del PNV, cuyo lema es “Dios y viejas leyes”.

Y también conviene contar a los más jóvenes que ese rancio cóctel de religión y nacionalismo —tan letal en Europa— llevó a monseñor José María Setién, obispo de San Sebastián, a defender en sus homilías el derecho de autodeterminación del “pueblo vasco” al mismo tiempo que otros lo hacían con pistolas. En 1984 se negó a dejar su catedral para el funeral del asesinado senador socialista Enrique Casas porque, si cedía, dijo, no podría oponerse a hacerlo en el futuro con algún etarra muerto.

Pese a tan vergonzosos antecedentes, los prelados de esas mismas diócesis se atreven ahora a aconsejarnos cómo debe ser “la normalización”, que incluye, claro, “la oportunidad de atender las peticiones de los familiares de los presos”, o sea, de aquellos con quienes tuvieron complicidades. Quizás tienen razón, pero hay pocas personas menos autorizadas que ellos para opinar en este asunto, que ni ha sido ni nunca debió ser el suyo.

Esa amalgama explosiva de nacionalismo y religión subsiste en España, como se comprueba en Cataluña, donde 303 curas pidieron ir a votar en el ilegal referéndum del 1 de octubre. Antes, un grupo de obispos, que como todo el mundo sabe son expertos en política identitaria, había pedido que se escucharan “las legítimas aspiraciones del pueblo catalán”.

Aunque es difícil ser más antiguo al hablar de “pueblo” —¿qué es eso en la Europa del siglo XXI?—, el prelado de Solsona, Xavier Novell, lo intentó con esta frase tan lapidaria como cizañera: “El derecho de las naciones es superior al bien moral de la unidad del Estado”.

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Los obispos españoles no aprenden de la historia. Sus predecesores, tan nacionalistas ellos, también eligieron por serlo el lado erróneo tanto en la Guerra Civil —“santa cruzada” la llamaron— como en la dictadura. Aún no han pedido perdón.

En una excelente entrevista que le hizo José Luis Barbería para este periódico en 2007, decía el obispo Setién: “Afortunadamente, el juicio que llegue a hacerse sobre mi persona no lo harán las víctimas”. Pues eso, que le juzguen los otros, como a un buen cristiano nacionalista.

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