La causa y la persona
Basta con encontrar al portavoz inoportuno, al político manipulador y elevar su caso a categoría para que aquello que dice defender quede desacreditado
Hay un curioso hábito contemporáneo —a medio camino entre la negligencia intelectual y la mala fe— que consiste en evaluar una causa moral atendiendo exclusivamente a la biografía de quienes la invocan. Es un mecanismo cómodo: permite desactivar una idea sin el esfuerzo de confrontarla. En nuestros días, basta con encontrar al portavoz inoportuno, al político vanidoso o al activista con agenda propia, y elevar su caso a categoría para que la causa, por extensión, quede desacreditada.
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Hay un curioso hábito contemporáneo —a medio camino entre la negligencia intelectual y la mala fe— que consiste en evaluar una causa moral atendiendo exclusivamente a la biografía de quienes la invocan. Es un mecanismo cómodo: permite desactivar una idea sin el esfuerzo de confrontarla. En nuestros días, basta con encontrar al portavoz inoportuno, al político vanidoso o al activista con agenda propia, y elevar su caso a categoría para que la causa, por extensión, quede desacreditada.
Un ejemplo paradigmático es el del feminismo. Se detecta un exceso, una impostura o una estrategia partidista, y de inmediato se despliega un entusiasmo ventajista: “Esto era el feminismo”, sentencian sus críticos. Como si la igualdad entre hombres y mujeres dependiera de la integridad de sus portavoces y no de un principio de justicia que precede, por siglos, a los oportunistas de turno. Que algunos mendaces quieran capitalizar un discurso no invalida el propósito; revela, simplemente, que la política y la opinión pública potencian la tentación de instrumentalizar lo que socialmente cotiza al alza. Ocurre hasta en el ámbito religioso. Que existan sacerdotes moralmente inaceptables —y los hay, y deben ser reprobados— no convierte la caridad en una superstición ni la fe en una coartada.
Confundir la miseria de algunos con la verdad de un principio es un error que, además de injusto, es intelectualmente perezoso. Si el valor de una idea se midiera por la coherencia de quienes la representan, deberíamos clausurar casi todas las instituciones. Pero la fragilidad humana no desautoriza los bienes que persigue. Las causas no se miden por la talla moral de cada uno de sus promotores, sino por la verdad que articulan y por la necesidad que atienden. No es un ministro, ni un activista quien decide la legitimidad de un principio; es el principio el que debe juzgar a sus representantes.
La tarea, por tanto, es doble y simultánea: debemos exigir responsabilidad a quienes traicionan aquello que dicen defender, y proteger la causa de la contaminación emocional que provocan sus peores abogados. Renunciar a una idea solo porque alguien la ha manipulado es conceder a ese alguien un poder que no merece. Y, sobre todo, es olvidar una evidencia básica: las causas grandes, como las pequeñas, siempre estarán en manos de seres humanos. Es decir, de criaturas imperfectas y a veces hasta impresentables. Pero la falibilidad del mensajero nunca ha sido un argumento sólido contra la verdad del mensaje.