La gangrena partidista
Las dificultades en Francia para configurar un Gobierno recuerda la enfermedad crónica que pone el interés de parte delante del colectivo
Tras la encomiable reacción de la gran mayoría de partidos que abandonaron pequeños cálculos para confluir en un gran dique de contención de la ultraderecha en las elecciones legislativas, Francia parece de nuevo embarrada en el partidismo a la hora de diseñar un Gobierno funcional. Cabe esperar que recapaciten pronto, porque la tarea no está completada. Resistir en las urnas para luego no hacer nada con el poder es solo retrasar el desastre.
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Tras la encomiable reacción de la gran mayoría de partidos que abandonaron pequeños cálculos para confluir en un gran dique de contención de la ultraderecha en las elecciones legislativas, Francia parece de nuevo embarrada en el partidismo a la hora de diseñar un Gobierno funcional. Cabe esperar que recapaciten pronto, porque la tarea no está completada. Resistir en las urnas para luego no hacer nada con el poder es solo retrasar el desastre.
El bloque de izquierdas ha propuesto una candidata a primera ministra, Lucie Castets. Se comprende que quiera tener la iniciativa, ya que es el grupo que ha cosechado el mayor número de escaños. Sin embargo, su resultado es de 182 sobre 577, lo que a todas luces no es suficiente para gobernar. El bloque de Macron obtuvo 168. Ha perdido, pero la diferencia es limitada. En estas circunstancias, difícil obviar la idea de que, en el interés colectivo, es necesaria una convergencia. En cambio, el panorama es el de un Macron que parece reacio a reconocer su derrota, cosa que debería hacer inequívocamente, manifestando un entendimiento de que tendrá que aceptar un cierto viraje en sus políticas. Y, por otro lado, una izquierda que parece creerse con derecho a mandar -sin tener ninguno-.
En una entrevista con este diario, Jean-Luc Mélenchon, dijo recientemente: “Seamos claros: nosotros [La Francia Insumisa] nunca seremos el problema. Pero nuestro objetivo no cambiará: no renunciaremos a aplicar el programa. Todo el programa”. Curiosa idea de democracia la de alguien que, siendo uno de los cuatro partidos de una coalición que, toda junta, se queda muy lejos de la mayoría, pretende aplicar su programa entero. Pues no: Macron tendrá que ceder; la izquierda también; cada uno, en proporción con su resultado. La izquierda, por cierto, debería tener en cuenta que la derecha republicana ha propuesto al macronismo colaborar. Juntos, tendrían más de 200 diputados. ¿Qué programa habría que aplicar entonces? Lo más racional parece ser que las partes se sienten a hablar para buscar un compromiso de gobierno y elegir un candidato bien situado para llevar adelante ese programa. Pero las dos partes están jugando a otro juego.
En otros países de Europa ocurren dinámicas parecidas, con partidos y militantes que se obcecan en la defensa de sus intereses por encima de los colectivos -la definición de partidismo de la RAE es: “adhesión o sometimiento a las opiniones de un partido con preferencia a los intereses generales”-. A veces esto deriva en espirales nefastas, en las que una parte empieza con maniobras ilegítimas o, tal vez, legítimas pero democráticamente indecentes, y el bando contrario, que de entrada no actuaba según ese tipo de lógicas, acaba poco a poco alejándose de los estándares más nobles convencido de que, en una guerra política, lo que toca es apretar filas y responder sin excesivas contemplaciones. Esto puede dar victorias tácticas. Puede evitar, a corto plazo, males mayores. Pero, ay, tiene un gran riesgo de que esas victorias tácticas se tornen en grandes derrotas estratégicas para la calidad democrática en el medio-largo plazo. Esto no es sinónimo de hundimiento en el iliberalismo, ni de caída abrupta en los rankings. Pero sí una dañina intoxicación que, retroalimentándose, altera el funcionamiento del sistema.
Por supuesto hay otras realidades. En Alemania, por ejemplo, los principales partidos -socialdemócratas, populares, liberales y verdes- acaban de consensuar, sin los ultras, una reforma que con mayoría cualificada blinda al Constitucional, insertando en la carta magna criterios que complicarían manoseos del alto tribunal por parte de un eventual gobierno extremista en el poder, como ocurrió en Hungría o Polonia.
Pero estos casos no son frecuentes, mientras el revés de la moneda abunda. Esto no es una novedad. El partidismo es una enfermedad vieja y crónica. Pero hace más daño hoy, cuando Europa renquea, la competición mundial es brutal, y la necesidad de reforma eficaz, máxima. La política es por supuesto terreno de combate democrático de ideas diferentes. La vigorosa confrontación entre partes es sana. Sin embargo, debería haber espacios sagrados en los que esta se inhibe. Hay algunas cuestiones en las que es imperativo buscar consensos -desde la fijación de las reglas del juego hasta algunas políticas de Estado-. Y es imperativo respetar no solo las normas escritas, sino también los usos clave de la democracia. Subyacente a todo, el principio esencial no escrito: anteponer los intereses colectivos fundamentales a los partidistas. Nadie dice que sea fácil definirlos. Pero a veces son bastante evidentes, como en el caso de una Francia con una ultraderecha pujante y unas cuentas en notable desorden.
Para avanzar en una senda más noble son necesarias varias cosas. Una imprescindible es que dentro de cada bando y desde ámbitos independientes haya voces creíbles que planteen de forma leal pero rotunda discrepancias, críticas o, simplemente, dudas, ante legiones de convencidos de sus verdades. Cuando las críticas proceden del bando contrario, en entornos polarizados no surten ningún efecto incluso si tienen razón. Partidistas enfervorizados no las escuchan. Partidistas doblegados las escuchan y entienden, pero prefieren mirar para otro lado porque no convienen a la causa. Las únicas voces con alguna capacidad de alterar el curso de los acontecimientos son las que se elevan desde dentro o desde una independencia respetada.
Desafortunadamente, en tiempos de tanta tensión, la crítica desde dentro o desde ámbitos afines pero independientes es a menudo considerada como una traición si planteada públicamente. Se estigmatiza la crítica a una parte como la entrega de munición a partes contrarias extremas. Siempre sobrevuela el fantasma de una acusación aparentemente leve pero con una pretendida terrible carga moral: la de la equidistancia.
Sin embargo, la democracia requiere debate público. A veces no basta con expresar desacuerdo a puerta cerrada en un gabinete de ministros o en una sede de partido. Ese desacuerdo no significa de ninguna manera una equidistancia. Denunciar con respeto y de forma constructiva los que se consideran fallos de quienes representan valores que uno comparte no es equidistancia ni favorecer al adversario: es dar vigor a la democracia, luchar contra una estéril petrificación del pensamiento.
El periodista de Le Monde Jean Birnbaum ha dedicado un bello ensayo -El coraje del matiz (Ediciones Encuentro)- a esa lucha y a algunos gigantes que la han encarnado, entre ellos Camus, Orwell o Arendt. Cuanta diferencia entre ellos y el triste “no hay que desanimar a Billancourt” de Sartre, con el que el filósofo quiso decir que no hacía falta contar ciertas verdades a los obreros de la gran fábrica de Renault, y que viene a la cabeza leyendo las páginas dedicadas a esos ejemplos inspiradores a los que el fluir del tiempo otorga creciente grandeza. Buen verano, europeos.