Bellísima Carmen

El caso de las fotos de la despedida de Carmen Sevilla reabre un debate profundo. Cuándo somos, o somos percibidos, como más bellos en la vida y cómo querríamos que se nos recordara cuando seamos polvo

Carmen Sevilla saludaba a los periodistas en octubre de 2012, el día que cumplía 82 años.Europa Press / Getty Images

Ninguno de los firmantes de las coplas a la muerte de Carmen Sevilla ha dejado de señalar su legendaria belleza. Una de esas hermosuras inapelables que cortan el aliento y hacen debatirse entre la subyugación absoluta y la envidia cochina a quien la contempla. Quizá en estricta consonancia, la mayoría de los retratos elegidos por los medios para ilustrar sus obituarios corresponden a la época de juventud y primera madurez de la fallecida, una profesional...

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Ninguno de los firmantes de las coplas a la muerte de Carmen Sevilla ha dejado de señalar su legendaria belleza. Una de esas hermosuras inapelables que cortan el aliento y hacen debatirse entre la subyugación absoluta y la envidia cochina a quien la contempla. Quizá en estricta consonancia, la mayoría de los retratos elegidos por los medios para ilustrar sus obituarios corresponden a la época de juventud y primera madurez de la fallecida, una profesional de la escena que, sin embargo, estuvo trabajando ante las cámaras hasta pasados los 80 años. Estoy segura de que Carmen estaría encantada con las estampas de su despedida. Menuda era. Mucho antes de la masificación de los rellenos y los retoques faciales, ella misma, picarona y coquetísima, contaba muerta de risa en horario de máxima audiencia cómo se pegaba cada noche sendas tiras de esparadrapo bajo las orejas recogiéndose los belfos para escondérselos bajo el cardado y lucir más tersa en pantalla, viejísimo truco que las petardas de TikTok venden ahora como si estuvieran inventando la rueda. No las culpo. Todos queremos salir más guapos en las fotos.

El caso de Carmen, que se repite cada vez que muere un mito, abre, sin embargo, un debate más profundo. Cuándo somos, o somos percibidos, como más bellos en la vida y cómo querríamos que se nos recordara cuando seamos polvo. Y sus póstumos retratos nos retratan. Para demasiados, la vejez aterra y la arruga solo es bella en los anuncios de Adolfo Domínguez de los años ochenta. Líbreme el cielo de violar la intimidad de una anciana enferma cuya luz no pudieron apagar en vida ni los prejuicios sociales, ni los de los hombres que la quisieron solo para ellos, ni los de quienes se mofaban de sus despistes en antena antes de que el alzhéimer la sumiera en el olvido. Pero, mientras reconozco que miro hipnotizada sus vídeos antiguos —más guapa, moderna y graciosa que todas las Rosalías que en el mundo han sido tras ella—, no puedo evitar imaginarla, bellísima, en sus últimos años enclaustrada en su retiro, toda piel, huesos y espíritu. Que su Dios la tenga en su gloria. Aquí la tiene asegurada.

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