Nuestros viejos rituales
Justamente la Covid-19 ha convertido muchas costumbres más o menos lógicas e indiscutidas en una suerte de deporte extremo y peligroso
Los mexicanos somos muy afectos a los rituales. Cada generación, cada rebanada poblacional, cada región del país, tiene los suyos, y desarrolla por ellos unos apegos asombrosos, dignos de protagonizar algún estudio de psicología social. Muchos de estos rituales son muy singulares y pueden llegar a parecernos inconcebibles, si es que nunca los practicamos, pero podemos estar seguros de que alguien, quizá a unos pasos de distancia, no se los perdería por nada del mundo. Y, por otro lado, nadie nos puede garantizar que los nuestros sean mejores. Para los demás, los raros somos nosotros.
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Los mexicanos somos muy afectos a los rituales. Cada generación, cada rebanada poblacional, cada región del país, tiene los suyos, y desarrolla por ellos unos apegos asombrosos, dignos de protagonizar algún estudio de psicología social. Muchos de estos rituales son muy singulares y pueden llegar a parecernos inconcebibles, si es que nunca los practicamos, pero podemos estar seguros de que alguien, quizá a unos pasos de distancia, no se los perdería por nada del mundo. Y, por otro lado, nadie nos puede garantizar que los nuestros sean mejores. Para los demás, los raros somos nosotros.
Decía que algunos de estos ritos son peculiares y basta revisarlos a botepronto para quedar perplejo. ¿Qué fuerza magnética obliga a cientos de miles, si no es que millones de mexicanos, por ejemplo, a pasar las tardes de todos y cada uno de sus fines de semana dando vueltas en centros comerciales y a detenerse a mirar escaparates repletos de objetos fuera del alcance de sus bolsillos? ¿Qué potencia ritual los seduce para volver una y otra vez, aunque no tengan dinero para comprar nada más caro que un heladito, y eso si acaso, porque la economía no da para más? El presidente dirá que porque los clasemedieros somos unos aspiracionistas incapaces de encontrar la felicidad y el sentido de la vida en el sencillo acto de quedarse en la casa mirando la pared. Por mi parte, creo que la gente tiene derecho a mirar la mercancía que le pegue la gana, incluso si nunca podrá adquirirla. En todo caso, la única parte que me resulta misteriosa, en este caso, es que se salga uno a mirar vitrinas y a comer heladito en mitad de una pandemia, y se exponga a contagiarse a cambio de nada. O de muy poco.
Justamente la Covid-19 ha convertido muchas costumbres más o menos lógicas e indiscutidas en una suerte de deporte extremo y peligroso. ¿O no resulta asombroso que, luego de casi año y medio de que la inmensa mayoría de las clases y actividades escolares y universitarias de este país se hayan realizado de manera virtual y remota, la gente se organice para armar panchagones y viajes de graduación en los que se contagia de coronavirus todo ser vivo? Me temo que la culpa es de otro rito que los mexicanos cumplimos fielmente, y que consiste en atender solo la parte de la información que más nos conviene. Y como entre la llegada de los calores, el avance de la vacunación y otros factores, se produjo un marcado descenso de casos y fallecimientos hace unas semanas, y como el “semáforo” oficial de actividades fue puesto en verde en buena parte del país, pues la gente se lanzó a organizar festines y vacaciones largamente añorados, sin atender los reportes médicos que pedían no bajar la guardia, no confiarse y estar atentos al avance de la “variante delta” del virus. Pero las ganas de jolgorio fueron mayores y ya andamos sumergidos a medias en una tercera ola.
Y ahora, tristemente, veremos a miles abocados a otro de los rituales más observados en el país: quejarse. La gente se quejará, con razón, del pésimo manejo informativo y de la languidez del combate oficial, a escala federal y estatal, contra la pandemia. Y se quejará del vecino que se fue al centro comercial, o armó un fiestón loco, o mandó a los hijos a la playa para celebrar su salida de la prepa. Y cuando le recuerden que él también salió al mall, también hizo reuniones, también mandó al niño de viaje, recurrirá a decir: “Es que ni modo que no, hemos estado muy encerrados”. Porque el ritual de lavarse las manos tiene más adeptos que cualquier religión o cualquier club de futbol en todo México.