El Vaticano y su diplomacia en el garaje
La formidable máquina diplomática del Papa es peculiar por muchas cosas. Su situación también
La diplomacia vaticana ha sido durante siglos un gran actor de la escena global, pero en las últimas décadas ha quedado relegada al fondo del escenario. Podrá aducirse que el mundo ha cambiado mucho, pero puede haber también otros motivos. Lo paradójico es que esto suceda cuando posee unos recursos particulares que la harían tan eficaz como siempre.
Es cierto que el sistema de Gobierno del Vaticano es una monarquía absoluta teocrática de carácter electivo, pero eso, de otra época, hace que su diplomacia funcione en torno a tres coordenadas que la hacen diferente de la de un Estado conve...
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La diplomacia vaticana ha sido durante siglos un gran actor de la escena global, pero en las últimas décadas ha quedado relegada al fondo del escenario. Podrá aducirse que el mundo ha cambiado mucho, pero puede haber también otros motivos. Lo paradójico es que esto suceda cuando posee unos recursos particulares que la harían tan eficaz como siempre.
Es cierto que el sistema de Gobierno del Vaticano es una monarquía absoluta teocrática de carácter electivo, pero eso, de otra época, hace que su diplomacia funcione en torno a tres coordenadas que la hacen diferente de la de un Estado convencional: tempo, estructura y propósito. Sobre la primera, dado el carácter vitalicio de su cargo, el Papa puede permitirse movimientos a muy largo plazo, o incluso que trasciendan su duración en la silla de Pedro, en la casi seguridad de que no serán modificados significativamente por su sucesor o que no le será fácil.
En cuanto a la estructura, esta es múltiple. Además de jugar según las reglas modernas de las relaciones internacionales —Secretaria de Estado, embajadas y representantes especiales— dispone de otros medios paralelos entre los que destacan las conferencias episcopales o incluso, en ocasiones, prelados que llegado el caso puede parecer que vayan por su cuenta. Esto le permite emitir diferentes mensajes o seguir varias estrategias a la vez. Es decir, no poner todos los huevos en la misma cesta. Por otra parte, no poseer prácticamente un territorio que defender, ni grandes empresas que respaldar y ni casi siquiera ciudadanos de pleno derecho —no llegan a 500 de los 7.000 millones de habitantes del planeta— es una desventaja para cualquier Estado, pero al Vaticano le da una libertad de movimientos en su acción exterior como a ningún otro país. Un Papa dirige —es un decir, porque aunque a veces no se entienda, hacer como que uno no se entera de lo que dice el Papa también forma parte de la historia del catolicismo— a un pueblo de 1.200 millones de personas con doble nacionalidad, pero no es responsable legalmente de ellas. Además, en sus alocuciones puede elegir entre la esfera espiritual y la mundana y todo el mundo lo acepta con naturalidad. Un domingo se asoma a San Pedro lo mismo para recomendar el rezo del rosario que para gritar “no a la guerra”, como hizo Juan Pablo II ante la primera Guerra del Golfo. Ningún mandatario puede hacer eso. Finalmente, los cuadros de esa estructura son además de diferentes países y culturas, a menudo con buenos contactos en sus sociedades de origen.
Pero la más intangible de las características es el propósito. Esta no es una cuestión menor porque es la que marca la dirección y la que está en discusión. Y porque es de carácter espiritual, que es el meollo del debate. Y mientras no se opte por una dirección, la formidable maquinaria diplomática esperará en el garaje.