El Reino Unido, una gran Suiza con misiles
El pacto del Brexit no resuelve todo; como la confederación alpina, Londres se enfrenta a un futuro de dura y asimétrica negociación permanente con la Unión Europea en múltiples ámbitos
Después del Brexit, el Reino Unido y la UE afrontan la trampa de la que hablaba Gore Vidal. El cascarrabias escritor estadounidense decía: “No basta con tener éxito. Otros tienen que fracasar”. Nos encontramos ante una poderosa lógica política que empuja a ambos lados a hacer que la medida de su triunfo la dé el fracaso comparativo del otro.
Ya lo hemos visto a propósito de las vacunas contra la covid cuando Boris Johnson presumió de que Gran Bretaña había vacunado más que todo el resto de Eur...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Después del Brexit, el Reino Unido y la UE afrontan la trampa de la que hablaba Gore Vidal. El cascarrabias escritor estadounidense decía: “No basta con tener éxito. Otros tienen que fracasar”. Nos encontramos ante una poderosa lógica política que empuja a ambos lados a hacer que la medida de su triunfo la dé el fracaso comparativo del otro.
Ya lo hemos visto a propósito de las vacunas contra la covid cuando Boris Johnson presumió de que Gran Bretaña había vacunado más que todo el resto de Europa junto. Gavin Williamson, ministro de Educación, lo llevó a un extremo infantil al decir: “Somos un país mucho mejor que todos ellos”. Pero el vidalismo forma parte integral del proyecto del Brexit. Al fin y al cabo, se supone que el motivo para irse de la UE era que el Reino Unido estaría “mejor fuera”. Esa lógica está menos presente en la UE, entre otras cosas porque la Unión tiene muchas cosas de las que preocuparse. Pero está, sobre todo en países en los que algunos políticos euroescépticos destacados (por ejemplo, Marine Le Pen), en caso contrario, podrían subrayar el éxito de un Reino Unido “liberado”. La lógica es visible en los tuits del inteligente ministro francés para Europa, Clément Beaune. El mes pasado, la noche de la despedida británica, Beaune tuiteó un comentario que había hecho en la cadena de noticias LCI. El Reino Unido, dijo con razón, está castigándose a sí mismo con el Brexit, pero “también es necesario mostrar el precio que se paga por marcharse”.
Pero las negociaciones ya se han completado, dirán. Tenemos un acuerdo. El Brexit es cosa hecha. Pues no está tan claro. El Reino Unido va a estar muchos años en negociación permanente con la UE. El Gobierno de Johnson dijo que había que elegir entre ser “Australia o Canadá”, pero, en realidad, vamos a ser más parecidos a Suiza, que está siempre en medio de negociaciones infinitas con la UE, salpicadas de arrebatos punitivos de Bruselas. Seremos una Gran Suiza con misiles, claro, pero nuestro dilema será el mismo.
El Gobierno de Johnson ha negociado un tratado excelente sobre el comercio de mercancías; excelente para la UE. Los coches alemanes pueden seguir entrando en el país, igual que otros bienes manufacturados, en los que la balanza comercial se inclina del lado de la UE. Para el 80% restante de la economía británica, que son los servicios, casi todo está por resolver. Estamos hablando de los servicios financieros, que constituyen hasta el 10% de las exportaciones británicas. Como tuiteó, encantado, Beaune, el primer día de cotización de este año dejaron la Bolsa de Londres para trasladarse a Bolsas de la UE valores que ascendían aproximadamente a 6.000 millones de euros. Le Figaro lo llamó irónicamente el “Big Bang”.
Un magnífico informe redactado por el experto en comercio David Henig para el grupo Best for Britain afirma que el acuerdo firmado por Johnson no es más que “un marco para la cooperación futura”. Enumera una larga lista de ámbitos en los que al Reino Unido le convendría, a largo plazo, lograr nuevos acuerdos. Muchos de ellos, como encontrar una “equivalencia” para los secretos financieros del Reino Unido, son potestad unilateral de la UE, que puede retirar algunos cuando quiera, como han descubierto los suizos. La asimetría de poder entre los dos bandos se ha agudizado más que nunca. ¿Y todo para qué? Si “soberanía” significa la autoridad legal de un Estado para elaborar sus propias leyes, con decisiones de sus propios tribunales, no cabe duda de que el Reino Unido ha ganado cierto grado de soberanía. Si “soberanía” significa la capacidad real de un Estado de controlar su destino y promover sus intereses, entonces la ha perdido.
No se trata de reproducir el viejo debate del Brexit sobre “marcharse o quedarse”. Se trata de que en este visible barrizal de negociación permanente habrá innumerables ocasiones para los desacuerdos airados, la rivalidad y el conflicto.
Por consiguiente, lo que deben preguntarse todas las personas inteligentes y de buena voluntad a ambos lados del Canal es cómo evitar caer en la trampa de Gore Vidal. Eso no quiere decir que no tenga que haber competencia. La competencia es buena para la economía. De hecho, los historiadores dicen que el nivel de competencia entre varios actores es lo que históricamente hizo rica y poderosa a Europa, a diferencia de otras comunidades más monolíticas como China. El truco está en dar con el equilibrio adecuado entre competencia y cooperación.
Cualquiera que haya seguido alguna negociación interna de la UE sabe que todavía existe una enorme rivalidad entre los Estados miembros. Pero es una rivalidad más parecida a la existente entre las “naciones constitutivas” de las islas Británicas en la liga de rugby. Los jugadores de Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda se pelean a muerte durante 80 minutos. Pero al final se dan la mano y unas palmadas en la espalda, sabiendo perfectamente que una semana después van a jugar en el mismo equipo, en la selección de los Leones, contra los All Blacks o los Springboks. Igual que las “naciones constitutivas” de la UE saben que van a tener que jugar en la selección europea y contra Rusia o China. En este aspecto hay un rayo de esperanza. Porque en relación con Rusia, China, Irán y el cambio climático, el Reino Unido y la mayor parte de la Europa continental están en el mismo bando. El Brexit no ha alterado eso. Hay una lógica estratégica general de cooperación que contradice la lógica política de la rivalidad y las envidias.
Pero este análisis racional, que comparte incluso el Gobierno británico que quería un Brexit duro, no basta para garantizar una buena relación entre las dos orillas del Canal de aquí en adelante. Además, hacen falta confianza, buena voluntad, buena comunicación e interacciones frecuentes. Y esas son cosas que, después de casi cinco años de trifulcas miserables por el Brexit, no abundan.
Michael Gove, el secretario de Estado que dirige, junto a Johnson, el Brexit, dice que ahora tenemos una “relación especial” con la UE. Pero, por ahora, eso es una tontería. Para que sea verdad habrá que establecer nuevos cauces de comunicación que sustituyan a la densa red de relaciones cotidianas que hemos perdido al marcharnos de la UE. Creo que en Downing Street hay cierta voluntad de hacerlo en el plano bilateral, especialmente con Alemania y Francia, pero no con la UE en su conjunto.
Cuando miro en Internet la lista de los ministros del Gobierno británico, lo único que encuentro es una mención de las “relaciones futuras con la UE” bajo la dirección de Gove. Por otra parte, “Europa” figura entre las responsabilidades del ministro de Exteriores, a cuyas órdenes está un secretario de Estado para Europa y América con el mismo rango que, en otro ministerio, tiene el secretario de Estado para los Sin Techo y la Vivienda. Si el Gobierno continúa en esta línea, su “relación especial” con la UE justificará el comentario irónico que oí hacer al canciller alemán Helmut Schmidt sobre la cacareada relación especial de Gran Bretaña con EE UU: “Es tan especial que solo la conoce una de las partes”.
Después del Brexit, el Reino Unido necesita más que nunca una política europea y la UE necesita una política para el Reino Unido.
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e Investigador Principal en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.