La memoria incómoda
Si España se atreve cada vez más a cuestionar moralmente las implicaciones actuales de tres años de Guerra Civil y 36 de dictadura, no veo por qué no iba a ser igual de apropiado hacer lo mismo con medio siglo de terrorismo nacionalista
Verano de 1997. Tenía 11 años, casi 12. Estábamos jugando al futbolín en el garaje de un amigo, celebrando su cumpleaños. En el fondo se intuía, más que oírse, la conversación de los adultos. En esos días solo había un tema: Miguel Ángel Blanco. Eran las horas del secuestro. ¿Se atrevería ETA a cumplir con su amenaza? Alguien en torno al futbolín dijo, con esa crueldad que los niños confunden con hombría cuando exploran a tientas la adultez: “A ese lo van a matar”. Otoño del año 2000. Una de las voces que me acompañaban en mi adolescencia política, la de Ernest Lluch como colaborador del progr...
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Verano de 1997. Tenía 11 años, casi 12. Estábamos jugando al futbolín en el garaje de un amigo, celebrando su cumpleaños. En el fondo se intuía, más que oírse, la conversación de los adultos. En esos días solo había un tema: Miguel Ángel Blanco. Eran las horas del secuestro. ¿Se atrevería ETA a cumplir con su amenaza? Alguien en torno al futbolín dijo, con esa crueldad que los niños confunden con hombría cuando exploran a tientas la adultez: “A ese lo van a matar”. Otoño del año 2000. Una de las voces que me acompañaban en mi adolescencia política, la de Ernest Lluch como colaborador del programa La ventana, había sido callada a tiros.
Dos décadas después de todo esto, ya entrado en la treintena, visité por primera vez Donosti. Era octubre de 2017. Un buen amigo me había recomendado que pasara por Lagun. Otro me llevó allí. Apenas un mes antes había fallecido María Teresa Castells, cofundadora de un bastión cultural que sostuvo por igual embates franquistas y etarras. Esa noche fuimos a cenar a La Cepa. En mitad de la segunda botella, mi amigo señaló una mesa y nos dijo: “Ahí mataron a Gregorio Ordóñez”.
La memoria es un espacio en disputa. Lo relatado arriba viene de ventanas abiertas a la mía. Mis padres, mis amigos, los periodistas que se jugaron la piel para informarnos de lo que pasaba mientras inspeccionaban los bajos de su coche en los años más duros, un obituario de Castells, los libros que adquirí en su Lagun (Los peces de la amargura, de Fernando Aramburu, y Guía para orientarse en el laberinto vasco, de Mario Onaindia) protagonizan la contienda. No es cómoda, pero es que no debe serlo. El objetivo de la democracia no es que nadie se sienta cómodo, sino encontrarse con el adversario, y a la vez estar dispuestos a reconocer las implicaciones políticas, también morales, de hacerlo.
Lo extraño es que cuando se señalan la respuesta sea “es que los prefieren matando a pactando”. ¿De dónde sale exactamente esa falsa dicotomía? Lo coherente, lo democrático es preferir al mismo tiempo votos a balas y memoria a desmemoria. También lo incómodo. Pero si España se felicita de una Transición a la democracia mientras se atreve cada vez más a cuestionar moralmente las implicaciones actuales de tres años de Guerra Civil y 36 de dictadura, no veo por qué no iba a ser igual de apropiado hacer exactamente lo mismo con medio siglo de terrorismo nacionalista. @jorgegalindo