Tribuna

Padre ausente en la pandemia

El mito fundacional de la literatura occidental merece una revisión en tiempos de replanteamiento familiar

Una terraza en Barcelona.Albert Garcia (EL PAÍS)

Debido a un desengaño amoroso, un rey convoca a los ejércitos para recuperar su honor y a su mujer, que ha huido con otro hombre. Su pueblo se lanza a la guerra. La misión que tiene es doble: servir al reino y proteger a sus mujeres de la amenaza extranjera —la defensa de la patria y de la familia, en corto—. A este conflicto acude un astuto héroe que pasa veinte años fuera de casa, y a cuyo regreso es felizmente recibido por su hijo y su esposa, quien destaca, en efecto, por su implacable fidelidad…

Expuestas así la Ilíada y la Odisea, lo cierto es que toda la literatura ...

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Debido a un desengaño amoroso, un rey convoca a los ejércitos para recuperar su honor y a su mujer, que ha huido con otro hombre. Su pueblo se lanza a la guerra. La misión que tiene es doble: servir al reino y proteger a sus mujeres de la amenaza extranjera —la defensa de la patria y de la familia, en corto—. A este conflicto acude un astuto héroe que pasa veinte años fuera de casa, y a cuyo regreso es felizmente recibido por su hijo y su esposa, quien destaca, en efecto, por su implacable fidelidad…

Expuestas así la Ilíada y la Odisea, lo cierto es que toda la literatura occidental se eleva sobre el mito del padre ausente, encarnado por el magnético Odiseo, modelo de hombría valiente, perspicaz, vigorosa y proveedora. Paradójicamente, Odiseo protege en la distancia. O así es como lo sentimos al leer su hazaña. En la vida real, en cambio, el encadenamiento de confinamientos y teletrabajo, sumado al deber moral y sanitario de permanecer cerca de los nuestros, hace que 2020 haya aplastado la validez de nuestro orgulloso personaje milenario. Ante la crisis de modelo, parte de la fachada del castillo de la masculinidad se desmiembra. Polvo era y en polvo se convierte.

Del surtido de catástrofes domésticas surgidas de la covid-19 sobresalen al menos dos: la primera es el sobrecalentamiento de la violencia ejercida contra las mujeres en su propio hogar (las peticiones de ayuda por agresiones machistas se dispararon durante el estado de alarma, evidenciando que lo que debería ser un espacio de sosiego y conciliación, la vivienda familiar, a menudo, no es más que un caldero de ansiedad y calamidades); igualmente, las muchas grietas que dificultan la sintonía entre el cuidado familiar y el mundo profesional son ya indisimulables. Ambos problemas aparecen estrechamente ligados a un orden social muy concreto, que a lo largo de la historia ha legitimado la división del trabajo: el hombre arrienda el potencial reproductivo de la mujer, y ella, mediante un pacto de fidelidad, recibe mantenimiento y hogar del hombre. Monique Wittig lo llamó pensamiento heterosexual, entendiendo la heterosexualidad como un dispositivo de control político, en donde hombre y mujer se convierten así en propiedad del otro. En verdad, los textos religiosos de nuestra civilización insisten ya en esta idea: aunque consideremos que vivimos en sociedades modernas y seculares, nuestra estructura como sociedad reproduce un modelo de familia de inspiración supersticiosa y ancestral.

Incluso si han pasado milenios desde ambos textos, ni Odiseo ha dejado de ser un modelo de hombría ejemplarizante, ni el matrimonio como institución sagrada ha dejado de ser una aspiración popular. En un contexto como el nuestro, el actual virus podría desencadenar entonces dos escenarios: precipitar el final de un orden social capitaneado por padres ausentes y sujetos convertidos en patrimonio… o bien reforzar todos estos cepos. A menudo, la incertidumbre revalida nuestras más oscuras creencias, incluso si dudamos de ellas. En el verano del ominoso año de la covid, la postal de la familia plegada sobre sí misma que disfruta del bienestar de las vacaciones sigue siendo un género fotográfico líder en redes sociales, quizá porque como ciudadanos sentimos la sombra del fracaso al no cumplir con las expectativas.

En los últimos meses, el argumento publicitario más repetido es la aspiración a recuperar nuestra vida anterior. La mayoría de epopeyas fundacionales que tratan del nacimiento de un pueblo, de una organización política o de una idea constan de dos partes: la sublevación contra una injusticia y la travesía por el desierto en dirección a una tierra prometida. Hoy soñamos con el día de ayer. Incluso si el día de ayer no nos gustó. Diagnóstico: necrosis de la imaginación. ¿Queremos el destino del padre ausente glorificado como héroe, o quizá es ya el momento de leerlo como una ficción, una construcción cultural, una fantasía? ¿Las muchas horas de meditación doméstica reforzarán la idea de familia —consanguínea o no— como vertedero de frustración y desasosiego, o, por el contrario, es ya irreversible la necesidad de despresurizar esta institución, al margen de los románticos juramentos sobre el monopolio del cuerpo del otro?

Representada tres siglos después de los textos de Homero, Lisístrata, de Aristófanes, narra la sublevación de las mujeres griegas ante la ausencia de sus maridos, constantemente destinados en la guerra. Para ellas, la polis merece otro destino que no sea el conflicto permanente, razón por la que la protagonista propone una huelga sexual. “No sin razón —dice Lisístrata en un popular fragmento— las tragedias se hacen a costa nuestra, pues no somos más que follar y parir”. Reimaginado con la enseñanza de Lisístrata, tal vez el verdadero destino de Odiseo como héroe hoy fuese otro: renunciar a la violencia como fundamento de la economía, acompañar a Telémaco en su educación y facilitar a Penélope una vida libre, al margen de un sistema depredador empeñado en sacrificar a todos sus hombres en la picadora de la guerra. Aún estamos a tiempo de una nueva epopeya.

Antonio J. Rodríguez es escritor. Su último libro es La nueva masculinidad de siempre (Anagrama).

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