Nuevos y buenos aires
La pandemia ha propiciado la reubicación de Ciudadanos, y puede ser combustible para que los partidos de izquierdas, incluida Esquerra Republicana de Catalunya, abracen el pragmatismo
Parece ya definitivo que las fiebres derechistas que impulsó Albert Rivera tras los resultados de las autonómicas andaluzas se han enfriado en Ciudadanos. Incluso el votante más afín hubo de detectar entonces una sobreactuación artificiosa al alinearse en demasiados temas calientes con el discurso ultraortodoxo de la derecha trumpiana española y eso en el fondo no podía dejar de desanimar a su votante más natural. La alergia incontrolable hacia Podemos del votante de centro y de derecha no bastaba para justificar la alianza explícita o la sintonía tácita con la extrema derecha.
Pero con...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Parece ya definitivo que las fiebres derechistas que impulsó Albert Rivera tras los resultados de las autonómicas andaluzas se han enfriado en Ciudadanos. Incluso el votante más afín hubo de detectar entonces una sobreactuación artificiosa al alinearse en demasiados temas calientes con el discurso ultraortodoxo de la derecha trumpiana española y eso en el fondo no podía dejar de desanimar a su votante más natural. La alergia incontrolable hacia Podemos del votante de centro y de derecha no bastaba para justificar la alianza explícita o la sintonía tácita con la extrema derecha.
Pero contra lo que algunos creímos, no fue la investidura de Pedro Sánchez lo que propició la reubicación de Ciudadanos, sino la pandemia actual. En los últimos tiempos han empezado a cuajar los gestos y los actos que reconsideran la naturaleza satánica de la alianza entre PSOE y Unidas Podemos. Ese pacto no es ya la encarnación con cuernos y rabo de la política española, sino una opción legítima —contra el runrún tenaz que se alimentó fervorosamente— y hasta un Gobierno capaz de capear mal que bien una situación, esta sí, infernal. No solo ha podido lucir la templanza solvente de dos estrellas mediáticas imprevistas —Salvador Illa y Fernando Simón—, sino que el Gobierno mismo ha salido reforzado, me parece a mí, de la gestión del conflicto.
Y ha sido en las semanas de julio y agosto cuando ha parecido reanudarse algo parecido al debate político real sobre el futuro de las alianzas para la ley de Presupuestos y los apoyos mismos a un Gobierno queni es vulnerable en el Parlamento ni, sobre todo, tiene alternativa viable alguna ahora mismo contra él. No parece ninguna osadía que Ciudadanos exhiba ahora su temple liberal presumible, mientras defiende la bandera de los derechos civiles contra el irredentismo vociferante de la ultraderecha. Sus exiguos diputados no son el tesoro más codiciado, pero sí son un recurso razonable ante variables imponderables.
¿Variables imponderables? Exacto: quería decir Esquerra Republicana de Catalunya y su inestabilidad congénita o naturaleza jánica. Su doble tapete es crónico y los intereses en uno y en el otro casi nunca coinciden: ¿recuerdan aquella etapa en la que todos sabíamos que el PSC no podía ganar electoralmente en Cataluña, y propició, una tras otra, victorias de Jordi Pujol porque la buena fortuna del PSOE en España tendía a comportar la desgracia del PSC en Cataluña? Hoy puede estar sucediendo algo parecido con ERC: no puede irle bien en España y en Cataluña a la vez, o no al menos si sus declaraciones en Cataluña hacen inviable su papel en España. Escuchar a Marta Vilalta, portavoz de ERC en Cataluña, mientras uno se toma una caña tranquilamente en la serranía de Granada, en las casas colgantes de Cuenca, en el valle del Jerte o en la mansedumbre de cereal castellana resulta tan exótico como de otro mundo: con ella no habría manera de convencer a nadie de que ERC pueda ser un aliado fiable del Gobierno.
Y sin embargo lo fue, en un acto también insólito en la trayectoria política de Esquerra. Contra el criterio desesperadamente destructivo de Carles Puigdemont, lograron Oriol Junqueras y Gabriel Rufián hacer bueno el argumento de que peor que el PP, nada, y empezar así a desactivar el reduccionista, falsificador y tóxico mantra de que PSOE y PP son lo mismo. Le conviene repetirlo al unilateralismo recalcitrante y antidemocrático, que aún hoy sigue sin admitir que el origen de todos sus males —y al margen de la dureza de la sentencia que ha condenado a sus líderes— no está ni en el 1 ni en el 27 de octubre, sino en el sabotaje democrático y el abuso de poder que impuso el 6 y el 7 de septiembre su exigua mayoría parlamentaria para disolver a la enorme minoría parlamentaria. La triquiñuela del cambio de orden del día el mismo día 6 de septiembre de 2017 pasará a la historia como una de las gestiones más torpes de la vida política catalana, en particular por la gravedad de sus repercusiones y sus efectos destructivos, personales y políticos.
En los medios afines al independentismo nada de eso existe, por supuesto: no hubo, no hay, no han existido nunca las vulneraciones legales del 6 y el 7 de septiembre de 2017, y desde luego jamás recuerda ni TV3 ni la división digital indepe que solo una mayoría reforzada del Parlamento catalán podría haber dado una mínima, asmática, agónica legitimidad a las leyes de ruptura que promovieron entonces. Pero una mayoría de uno, dos diputados es invendible en cualquier mercado político europeo y desde luego es una agresión directa, descarnada, a la buena fe de los catalanes no indepes que jamás creímos que sus líderes podrían actuar de forma tan desleal con las instituciones democráticas y su funcionamiento básico.
Nadie va a esperar que sus líderes, en la cárcel o fuera de ella, reconozcan la gravedad de su actuación el 6 y el 7 de septiembre, entre otras cosas porque dejaría sin sentido un sufrimiento humano descomunal y hasta justificaría sin querer la parálisis misma del procés por culpa de una operación mal pensada, mal conducida, equivocada y contraproducente. La ventaja de acercarse a un reconocimiento parecido es que dejaría en las soledades bélicas belgas al abanderado tragicómico del procés, tan irredento como los ultraortodoxos de Vox, pero en otra religión. Y eso sí tiene alguna viabilidad aparente. Marta Vilalta no es la única voz fuerte de ERC, y el pragmatismo no ha dejado de ser a menudo una guía de conducta de Esquerra. De hecho, lo ha sido durante buena parte de la legislatura, mientras apoya en la Generalitat a un Gobierno de derechas que apenas ha hecho nada por rectificar las políticas neoliberales que empezó Artur Mas, pero, en cambio, se permite reñir al actual Gobierno de España por buscar algún apoyo o sintonía con un partido de bandera liberal como Ciudadanos. El pragmatismo cobarde apuesta a la carta oportunista a la primera de cambio. Pero el pragmatismo no es solo una conducta ventajista, sino también una forma de acción inteligente y hasta generosa. El pragmatismo virtuoso cuesta más de entender y de aprender, pero es la herramienta central, o una de ellas, de los poderes democráticos, siempre vigilados por fundamentalistas de la pureza de un signo o de otro. Por suerte, lo más alejado del puritanismo es el mismo sistema democrático mestizo, imperfecto, frustrante y vulgarmente reformista.
Seguramente, renunciar de antemano a que ERC encuentre y adopte ese pragmatismo virtuoso sea una mala idea, pero depender de forma exclusiva del mal viento que pueda darle un día lo es también, sobre todo si la sombra de la convocatoria electoral catalana crece como parece crecer. Sin embargo, los mimbres para que ERC asuma un liderazgo efectivo en Cataluña, combinado con un apoyo estratégico y convincente a la coalición de izquierdas, pueden reportar un win-win algo más que considerable para las izquierdas en los Gobiernos tanto de Cataluña como de España: unos Presupuestos expansivos esta vez son más importantes que nunca. Los indultos siguen siendo instrumentos aptos para paliar parcialmente situaciones endiabladas, sobre todo cuando no comportan absoluciones simbólicas por latrocinio económico, sino desencallar problemas políticos profundos. Quizá el principio de realidad que la pandemia ha impuesto a todos sobre la vulnerabilidad cotidiana pueda servir de combustible para una más viva prosperidad de los partidos de izquierdas.
Jordi Gracia es profesor y ensayista.