Editorial

Hace falta mucho más

El acuerdo entre el Gobierno y las comunidades es loable, pero se queda muy corto

El ministro de Sanidad, Salvador Illa, durante la rueda de prensa celebrada ayer tras reunirse con los consejeros autonómicos para establecer cómo frenar los contagios de la pandemia.Chema Moya (EFE)

La reunión del ministro de Sanidad, Salvador Illa, con los consejeros autonómicos, celebrada ayer en Madrid, resulta notable por varias razones. La primera es su unanimidad, que dado el tiempo récord en que se alcanzó el acuerdo significa que las conclusiones ya estaban acordadas de antemano. La segunda es la tardanza, pues las medidas acordadas ayer deberían haberse adoptado en el mismo momento en que se levantó el estado de alarma. Y la tercera es que ese acuerdo significa que los políticos han percibido una situación grave en que la declaración electoralista pierde peso frente a la eficacia...

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La reunión del ministro de Sanidad, Salvador Illa, con los consejeros autonómicos, celebrada ayer en Madrid, resulta notable por varias razones. La primera es su unanimidad, que dado el tiempo récord en que se alcanzó el acuerdo significa que las conclusiones ya estaban acordadas de antemano. La segunda es la tardanza, pues las medidas acordadas ayer deberían haberse adoptado en el mismo momento en que se levantó el estado de alarma. Y la tercera es que ese acuerdo significa que los políticos han percibido una situación grave en que la declaración electoralista pierde peso frente a la eficacia en la gestión. Es probable que el electorado valore más lo segundo que lo primero, lo que angustia a los estrategas de los partidos, y debe hacerlo, porque sus esquemas se han quedado rancios a estas alturas de la pandemia.

La situación es seria. Los grupos de presión económicos y las ansias de liberación tras el confinamiento han generado el espejismo de que el virus está desapareciendo, se está atenuando, se ha convertido ya en un pasado histórico. Los científicos llevaban meses convencidos de que todo eso era un error, pero ha hecho falta una reactivación de la curva epidémica para que los gestores de la salud pública y sus jefes se hayan convencido.

Una de las mejores aportaciones que ha hecho España a la gestión pandémica ha sido la investigación serológica —no busca virus, sino defensas contra ellos—, que ha demostrado que solo el 5% de la población española exhibe anticuerpos contra la covid-19. Eso quiere decir que el 95% de la población sigue siendo tan vulnerable al contagio como lo era en enero. Era enteramente predecible que, en el momento en que se terminara el confinamiento, las cadenas de transmisión que habían quedado yuguladas por el aislamiento se reanudarían allí donde encontraran una oportunidad. Por eso los científicos independientes se han desgañitado para lograr que sus Administraciones se avinieran a una desescalada parsimoniosa y racional, precedida por unas precondiciones que no se han cumplido. No hubo manera, y ahora vemos las consecuencias.

Por tarde que llegue, el acuerdo de coordinación interterritorial escenificado ayer es un paso en la dirección correcta. Pero palidece ante la magnitud de la cordillera que queda por escalar. El desastre de la gestión de datos, la organización del teletrabajo, contratar a los rastreadores necesarios, cuarentenas de los contactos tras detectar un positivo, las idas y venidas de la gente que ha podido tomarse vacaciones, la extensión decidida de las pruebas estándar (PCR). Hacer botellón y fumar está mal, pero es solo una pequeña parte del problema.


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