La impotencia de la pura representación
Una república presidida por Puigdemont sería menos democrática que la Monarquía parlamentaria
Mientras España discute sobre si el rey emérito ha hecho bien o mal saliendo del país, y mientras una parte lo declara un gran servicio al Estado y la otra lo denuncia como una huida vergonzosa, vale la pena plantear un par de cuestiones de fondo apartadas de la política hecha al minuto. La primera cuestión es: ¿tiene sentido hoy el debate monarquía/república? Da la impresión de que en la España contemporánea este es un fantasma completamente inútil para pensar históricamente y de un modo adecuado la situación actual, demuestra una asombrosa propensión a confundir la idea de república con una ...
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Mientras España discute sobre si el rey emérito ha hecho bien o mal saliendo del país, y mientras una parte lo declara un gran servicio al Estado y la otra lo denuncia como una huida vergonzosa, vale la pena plantear un par de cuestiones de fondo apartadas de la política hecha al minuto. La primera cuestión es: ¿tiene sentido hoy el debate monarquía/república? Da la impresión de que en la España contemporánea este es un fantasma completamente inútil para pensar históricamente y de un modo adecuado la situación actual, demuestra una asombrosa propensión a confundir la idea de república con una carta a los Reyes Magos, y deja al descubierto una mala idea de la política al usarla con oportunismo partidista.
Los que rechazan la monarquía suelen acudir a argumentos muy simplistas, como que es inadmisible “en pleno siglo XXI” un poder que se transmite hereditariamente de padres a hijos. Pere Aragonès, el vicepresidente de la Generalitat y seguramente republicano desde que tuvo uso de razón, se ponía a sí mismo hace pocos días como ejemplo de alguien que con el régimen actual nunca podría llegar a ser jefe del Estado. Un alivio, qué quieren. ¿Y puede pensarse honestamente que una III República sería una solución para los gravísimos problemas de España?
Claro que ahí estarán siempre los que viven empeñados en el cuanto peor, mejor. Por muy numerosos que sean, no hacen buena la valiente afirmación de Quim Torra cuando dice que “los catalanes” piden la abdicación del Rey. ¿Qué catalanes? ¿Los que toleraban la (presunta) voracidad del clan Pujol? Las viejas dinastías constitucionalmente establecidas siempre serán preferibles a los clanes de arribistas o a los partidos controlados matrimonialmente. Y algo me dice que una república presidida por Puigdemont, por ejemplo, sería muchísimo menos democrática que la Monarquía parlamentaria que ya tenemos. Para intuir eso basta con no haber caído en la marmita de la poción mágica del independentismo.
Pero voy a la segunda cuestión, menos evidente y más compleja. Estos días puede verse en Movistar una serie sobre los Windsor. Su visión es muy oportuna. Aunque el título sea Una historia de poder y escándalos, de lo que trata en realidad es de una historia de impotencia y frustración llevada con disciplina férrea. Y enseña algo: lo que hace que en el mundo contemporáneo una monarquía resulte aceptable para una opinión pública y un sistema político modernos es precisamente el componente de sacrificio, de sobreexigencia ética. Una distinción, sí, pero negativa. La muy honorable desgracia que conlleva haber nacido para ser rey o reina compensa la percepción vulgar de lo que se supone que es vivir “como un rey”, y permite que se empatice con la carga simbólica de la institución compadeciendo y a la vez admirando a sus muy exigidos miembros, que nacen con sus derechos fundamentales mermados y nos liberan de querer ser como ellos. El boato no deja de ser un trampantojo. Y no hay, si se piensa bien, mejor solución para la solitaria cima del poder entendido como un lugar de impotencia y pura representación: el Estado personificado en un ser que, viviendo a cuerpo de rey, si no cae abrumado por el peso hueco del cargo es porque ya estaba destinado (o condenado) a ello desde su nacimiento. En el mundo de los Windsor, el gran sacrificio se organizaba en torno a los usos matrimoniales. Esto implicaba mucha hipocresía. Pero también mucha infelicidad. Con Diana Spencer rozaron el desastre.
En España, los indiscutibles méritos históricos del rey Juan Carlos parecen haber recubierto con una nube de humo sus llamémosles debilidades humanas. Muchos de sus amoríos han sido del dominio público, hasta el punto de que quien parecía velar por la respetabilidad de su Casa era la reina. No en vano tengo un amigo que suele decir: “Sí a la III República, pero con una condición: que doña Sofía sea la presidenta vitalicia”. Sus ansias por hacerse una fortuna (“es que llegó al trono con lo puesto y no olvidaba los apuros de su padre en el exilio”) también sonaban para quien quería aguzar el oído. La pregunta entonces es: ¿qué sacrificio se le exigió al rey emérito? Ninguno. Su poderoso capital político hacía de capa mágica protectora, y no hay duda de que la historia considerará mucho más importantes sus logros como rey que sus flaquezas como hombre.
Pero a su hijo le queda la dura elección del sacrificio. Y ahí debo decir que yo también querría, para presidente vitalicio de la III República, a un rey discreto, sensato y sufrido, alguien a quien, a fuerza de compadecerlo, llegase a poder admirarlo y agradecerle al final de sus días (o de los míos) su temple y su prudencia. Un rey sin súbditos, rodeado de ciudadanos. Los que con un uso pueril de la memoria piden ahora la República, ¿no se habían enterado de que eso es exactamente lo que ya tenemos?
Jordi Ibáñez Fanés es escritor y profesor de la Universidad Pompeu Fabra. Su último libro es Morir o no morir. Un dilema moderno (Anagrama).