Protestas en Israel
La desastrosa gestión de Netanyahu amenaza el combate contra la extensión de la pandemia, la lucha contra la crisis económica y coloca en el horizonte una nueva convocatoria electoral
Cuando apenas han pasado poco más de dos meses desde que Benjamín Netanyahu accediera a su quinto mandato como primer ministro israelí, la desastrosa gestión del líder del Likud amenaza el combate contra la extensión de la pandemia —que en Israel está alcanzado niveles muy preocupantes—, y la lucha contra la importante crisis económica agravada por esta compromete la elaboración de un presupuesto imprescindible para superar la parálisis política. Ello coloca en el horizonte una nueva convocatoria electoral en lo que serían las cuartas elecciones legislativas en apenas año y medio. El Parlament...
Cuando apenas han pasado poco más de dos meses desde que Benjamín Netanyahu accediera a su quinto mandato como primer ministro israelí, la desastrosa gestión del líder del Likud amenaza el combate contra la extensión de la pandemia —que en Israel está alcanzado niveles muy preocupantes—, y la lucha contra la importante crisis económica agravada por esta compromete la elaboración de un presupuesto imprescindible para superar la parálisis política. Ello coloca en el horizonte una nueva convocatoria electoral en lo que serían las cuartas elecciones legislativas en apenas año y medio. El Parlamento israelí dispone hasta el 25 de agosto, es decir, menos de un mes, para aprobar los Presupuestos del Estado. En caso contrario, la ley establece que se disuelva y se convoque a los ciudadanos a las urnas. Israel sigue empantanado políticamente con un primer ministro incapaz de dar respuesta a una población a la que el desempleo —agravado por la crisis sanitaria— está golpeando con fuerza. Netanyahu encabeza un Gobierno de coalición profundamente dividido y paralizado. Centrado en su estrategia de exoneración de los cargos por soborno, fraude y abuso de poder por los que está formalmente procesado, se empeña en imponer un plan de anexión territorial que pone en peligro la estabilidad en la región y no parece importarle fracasar en casi ninguno de estos objetivos, excepto el que tiene que ver con los tribunales.
A pesar de todas sus, hasta ahora, maniobras exitosas para mantenerse en el poder, y de que las encuestas den como ganador —aunque muy lejos de la mayoría— a su partido en unas hipotéticas nuevas elecciones, Netanyahu ha roto completamente su vínculo con un importante sector de la población israelí que exige su dimisión casi a diario en las calles de Jerusalén y Tel Aviv. Su gestión apenas recibe la aprobación del 30% de sus conciudadanos y casi el 80% de los jóvenes con derecho a voto consideran que al líder derechista lo único que le interesa es librarse como sea de la acción de los jueces. El primer ministro israelí ha acusado a los manifestantes de “anarquistas de izquierda” ante los choques entre policía y jóvenes que se han producido en algunas protestas.
Resulta significativo —aunque no sorprende a tenor de lo que está sucediendo— que tampoco haya acuerdo en su propio Gabinete sobre cómo responder a la creciente oleada de descontento popular, dividido entre quienes quieren que la policía intervenga con mayor dureza y quienes advierten contra los excesos policiales.
Lo más grave es que en medio de este desorden, Netanyahu parece moverse como pez en el agua, tratando de presentarse como el único capaz de arreglar la situación y sin aceptar que, tal vez, él sea la verdadera fuente del problema.