Editorial

El derecho de Boris

La gestión de asuntos del primer ministro británico en temas tan importantes como la covid-19 o el Brexit llevan el germen de la discordia

Boris Johnson observa los dibujos enviados por los niños durante su estancia en un hospital a causa del coronavirus.ANDREW PARSONS (EPA/EFE/ DOWNING STREET)

En solo un año de mandato, el primer ministro británico, Boris Johnson, ha dilapidado su extraordinario capital político, alcanzado en la más trepidante victoria electoral conservadora desde la era de Margaret Thatcher. Su popularidad se ha desplomado a causa de lo que los ciudadanos consideran como la peor gestión de la pandemia, acuciada por los excesos frívolos propios, y los de su gurú Dominic Cummings; su sectaria gestión del Brexit, que conlleva un aumento de los riesgos para la unidad del reino, y su progresiva soledad internacional, que contrasta con las promesas de que la independenci...

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En solo un año de mandato, el primer ministro británico, Boris Johnson, ha dilapidado su extraordinario capital político, alcanzado en la más trepidante victoria electoral conservadora desde la era de Margaret Thatcher. Su popularidad se ha desplomado a causa de lo que los ciudadanos consideran como la peor gestión de la pandemia, acuciada por los excesos frívolos propios, y los de su gurú Dominic Cummings; su sectaria gestión del Brexit, que conlleva un aumento de los riesgos para la unidad del reino, y su progresiva soledad internacional, que contrasta con las promesas de que la independencia lo devolvería a posiciones de hegemonía en las revueltas aguas del tablero mundial. Y para empeorar las cosas, el laborismo parece haber iniciado su recuperación tras la lamentable trayectoria de Jeremy Corbyn.

Le será difícil remontar, pues más allá de los errores personalísimos en la gestión de esos asuntos, todos ellos llevan en su ADN el germen de la discordia. El conservadurismo inglés había recuperado parte de su distancia con las clases populares mediante grandes promesas de inversión y un proteccionismo rampante (la sugerencia de una competencia fiscal desleal con la UE). Pero esterilizó ese logro populista al abandonar la tradicional compasión tory apostando en la pandemia por una darwinista inmunidad de grupo que priorizaba la economía sobre la salud, sobre todo de los más vulnerables: algo que, pese a su súbita marcha atrás tras el récord de fallecimientos, costará de revertir.

Igualmente, su extremismo en la gestión del Brexit ha ignorado la sensibilidad de algunos territorios europeístas del reino. Como Escocia, cuyo rechazo a una salida sin pacto y su (más apreciada) gestión del coronavirus ha encumbrado a su líder, Nicola Sturgeon, a su partido y por vez primera de forma tan rotunda, a las expectativas secesionistas. Todo ello sin olvidar que su cambio de postura sobre Irlanda del Norte —admitiendo a regañadientes una aduana interna con la isla mayor— tiende a estrechar más sus crecientes relaciones con la República del sur, por evidentes sinergias económico-geográficas, y por el difuso temor a perder los beneficios de la ayuda europea al proceso de paz.

También lo que se planteaba como principal alternativa a la pertenencia europea del país, el refuerzo de la “relación especial” con EE UU desde la paridad, se ha demostrado ya el fiasco preludiado por toda reflexión serena sobre los datos comparativos. El realineamiento de Johnson con la dureza de Donald Trump sobre China (veto a Huawei, tras coquetear con la postura europea de extremar su control, más equilibrada) presagia que la antigua metrópoli acabe convirtiéndose en colonia de su excolonia. Un desastre sin paliativos.

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