¿Por qué no podemos entendernos?
Ayuso vuelve a hacer un uso torticero de la libertad cuando el contexto nos empuja a mirar los viejos conceptos con lentes nuevas
A las puertas de una posible segunda ola de contagios, Isabel Ayuso decide que las mascarillas sigan siendo opcionales en Madrid. Lo hace para diferenciarse del resto, esa absurda exigencia del tipo de política en la que se formó la presidenta, pero nos obliga a preguntarnos por qué, más allá de la pura diferenciación, todo en España parece hacerse desde la lógica divisiva. Lo peor es que Ayuso vuelva a hacer un uso torticero de la libertad cuando el contexto nos empuja a mirar los viejos conceptos con lentes nuevas. ¿Qué clase de libertad defiende, la vinculada únicamente al mercado o la que ...
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A las puertas de una posible segunda ola de contagios, Isabel Ayuso decide que las mascarillas sigan siendo opcionales en Madrid. Lo hace para diferenciarse del resto, esa absurda exigencia del tipo de política en la que se formó la presidenta, pero nos obliga a preguntarnos por qué, más allá de la pura diferenciación, todo en España parece hacerse desde la lógica divisiva. Lo peor es que Ayuso vuelva a hacer un uso torticero de la libertad cuando el contexto nos empuja a mirar los viejos conceptos con lentes nuevas. ¿Qué clase de libertad defiende, la vinculada únicamente al mercado o la que se ciñe a una visión parca y acotada del individuo? Porque existe otra libertad social según la cual “somos iguales unos a otros precisamente porque cada vida está ligada a otra”. Lo explica Judith Butler en Sin miedo para hablar de cómo nos conviene tomar conciencia de nuestra interdependencia. Y es inevitable aplicarlo a la pandemia. Porque la interdependencia no es otra cosa que entender que nuestras vidas son relacionales, que los límites como individuos se “adquieren y se pierden” continuamente, cuando nos conectamos con el cuidado de la tierra o de las personas, cuando nos “situamos en el mundo de los otros”. ¿Acaso la pandemia no nos ha puesto sobre aviso?
Esto, tomar distancia de uno mismo, es el camino que parece indicarnos este tiempo de coronavirus. Lo vimos en el funeral de Estado por las víctimas de la pandemia. El dolor mostrado en ese duelo reconocía el valor de las vidas que se habían perdido. Fue una emoción colectiva que fijaba la atención fuera de nosotros, activando así un sentimiento compartido. Pero venimos de un mundo donde las emociones se azuzan para lo contrario: para despertar el ego y nuestro narcisismo, porque se avivan con ánimo divisivo. Dice Byung-Chul Han en La desaparición de los rituales que estos proyectan “los valores y los órdenes que mantienen cohesionada a la comunidad”. Piensen por qué Vox o Bildu no asistieron al funeral: solo aquello que nos fragmenta merece su participación y atención, a pesar de que sus estrategias se hagan en nombre de una bandera.
Un funeral es un acto de reconocimiento porque, de nuevo con Butler, lloras una vida a la que consideras digna de llorarse. Eso que se nos negó durante el confinamiento lo pudimos hacer colectivamente, moviéndonos hacia un mundo común que habíamos olvidado por la general retórica populista. Pero en nuestro país, todo es motivo de escisión. Echen un vistazo a la vecina Italia. A la entrada del Parlamento, tras las negociaciones de Bruselas, Conte fue aplaudido por todos los grupos políticos, salvo el de Salvini. Después de expresar que había sido un logro histórico, señaló que no le pertenecía a él, sino a “toda Italia”. ¿Emprenderemos aquí de manera divisiva el camino de la reconstrucción? Mejor no se lo pregunten a Ayuso.