Viaje al centro
El PP gana en la moderación, pero pierde terreno si compite con los ultras
Las elecciones celebradas en Galicia y Euskadi permiten extraer algunas conclusiones generales más allá de la especificidad de sus territorios. Las holgadas victorias del PP de Alberto Núñez Feijóo y del PNV de Iñigo Urkullu parecen indicar que los votantes se han refugiado en partidos con solvencia gestora y una fuerte implantación territorial e institucional. La incertidumbre económica y sanitaria traída por la covid-19 representa, paradójicamente, una oportunidad para desactivar la lógica polarizadora de nuestro sistema político y apostar por coordenadas más inclusivas, con el acuerdo, la s...
Las elecciones celebradas en Galicia y Euskadi permiten extraer algunas conclusiones generales más allá de la especificidad de sus territorios. Las holgadas victorias del PP de Alberto Núñez Feijóo y del PNV de Iñigo Urkullu parecen indicar que los votantes se han refugiado en partidos con solvencia gestora y una fuerte implantación territorial e institucional. La incertidumbre económica y sanitaria traída por la covid-19 representa, paradójicamente, una oportunidad para desactivar la lógica polarizadora de nuestro sistema político y apostar por coordenadas más inclusivas, con el acuerdo, la seriedad administrativa, la certidumbre y la estabilidad como guías principales de la oferta electoral.
Estos dos elementos, una estructura territorial fuerte y la demanda social de certidumbre y consensos en cuestiones de interés general, tienden a explicar, a su vez, el descalabro de Unidas Podemos. Lejos de deberse a “peleas internas de la etapa anterior”, como aseguraba esta semana su ejecutiva, la debacle del partido de Pablo Iglesias se explicaría por la combinación del hiperliderazgo del actual vicepresidente segundo y la arbitrariedad de su organización interna, resultado de la salida abrupta de cualquier corriente crítica, lo que ha debilitado su ya de por sí endeble estructura territorial. Algo parecido cabría afirmar de Vox, un partido sin implantación territorial y carente de discurso o proyecto para una coyuntura como la actual, cuando España debe responder unida al mayor reto socioeconómico de su historia reciente. La agenda del partido de Santiago Abascal casa mal con un momento en el que las denominadas “guerras culturales” no interesan a la ciudadanía y las preferencias políticas premian la experiencia en la gestión.
También resulta llamativo que el PSOE haya pasado de puntillas por los resultados electorales, evitando preguntarse por qué no ha sabido rentabilizar la caída de Unidas Podemos. La incapacidad de los candidatos socialistas para construir un discurso propio debería ser objeto de análisis, así como la escasa fuerza de arrastre de la marca PSOE, que no ha sabido aprovechar la aparente ventaja de representar al principal partido en el poder.
Tanto el PSOE como el PP saben que el acuerdo sobre los fundamentos de la reconstrucción económica no solo es necesario, sino posible, pero obligaría a replantearse su estrategia de retóricas polarizadoras dirigidas a cohesionar a sus electorados. Resulta incongruente que, mientras apoyaba las sucesivas prórrogas del estado de alarma, el Partido Popular mantuviera la crispación parlamentaria, una estrategia de deslegitimación del adversario político que ha quedado invalidada por la fórmula de Feijóo y su apuesta por la moderación y la proximidad a la realidad territorial, pero sobre todo por su autonomía respecto a Vox, del todo incapaz de influir en Galicia sobre los temas centrales de la agenda política.
Por el contrario, en Euskadi, donde la apuesta de Casado por Carlos Iturgaiz respondía a un cierto mimetismo con el discurso de dureza del partido ultra, el fracaso es evidente: no ha evitado su entrada en las instituciones y el PP vasco ha cosechado los peores resultados de su historia. La radicalidad en las formas y la percepción de un liderazgo impuesto han sido claves en la debacle de la que fue la segunda fuerza política de Euskadi. Así lo advertía la líder interina de los populares vascos en la reunión del comité ejecutivo nacional, cuando decía que el relevo de Iturgaiz debía hacerse “desde Euskadi”.
Que Casado opte por un perfil propio, sin mirar a los ultras por el retrovisor, es compatible con una mayor sensibilidad hacia las especificidades de los territorios en los que se presenta su partido, así como con una necesaria vocación constructiva en el ejercicio del papel constitucional de control del Ejecutivo. El funeral de Estado del pasado jueves constituyó, de hecho, una magnífica oportunidad para mostrar a la ciudadanía que es solo una cuestión de voluntad política que los partidos cimenten un marco institucional compartido en el que todos, desde el pluralismo y la diversidad, puedan verse reflejados.