Columna

Con Bolsonaro, Brasil llega al pasado

En los proyectos de poder de los extremistas de hoy se elimina la idea de futuro

El presidente brasileño, Jair Bolsonaro, camina frente al Palacio Alvorada este lubes en Brasilia, Brasil.SERGIO LIMA (AFP)

Los brasileños solían crecer con la idea de que “el gigante sudamericano” algún día sería el país del futuro. En la primera década de este siglo, llegaron a creer que el futuro finalmente había llegado, aunque lo financiara una práctica tan arcaica como la exportación, esta vez a China, de materias primas arrancadas de la naturaleza. En un año y medio de gobierno, Jair Bolsonaro destruye el país construyendo un presente hecho de diferentes partes de su peor pasado. En este sentido, el bolsonarismo es un fenómeno totalmente nuevo.

Es notoria la dificultad de poner nombre a la ascensión d...

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Los brasileños solían crecer con la idea de que “el gigante sudamericano” algún día sería el país del futuro. En la primera década de este siglo, llegaron a creer que el futuro finalmente había llegado, aunque lo financiara una práctica tan arcaica como la exportación, esta vez a China, de materias primas arrancadas de la naturaleza. En un año y medio de gobierno, Jair Bolsonaro destruye el país construyendo un presente hecho de diferentes partes de su peor pasado. En este sentido, el bolsonarismo es un fenómeno totalmente nuevo.

Es notoria la dificultad de poner nombre a la ascensión de gobernantes como Bolsonaro. Ultraderecha o nueva derecha, nacionalismo populista o populismo nacionalista, fascismo o neofascismo, antidemócratas o déspotas elegidos son algunos de los títulos que se buscan para nombrar el fenómeno. Lo que los presidentes como Bolsonaro representan todavía rehúye las definiciones. Lo que puede afirmarse es que Brasil se ha vuelto un experimento en que el futuro, un activo fundamental en diferentes movimientos en la historia, ha sido eliminado.

Bolsonaro actúa como un Frankenstein sin cultura ni ciencia, pero poseído por la religión del odio. Está convirtiendo a Brasil en un engendro construido con sus pedazos favoritos del pasado. En la Amazonia, los generales ensayan una nueva aventura, como si el país viviera en la dictadura militar de los años setenta. Creen que arrinconando a los funcionarios civiles e invadiendo la selva con uniformes convencerán al mundo de que su política contra el medio ambiente no es tan mala como muestran los números de la deforestación. Con los pueblos originarios, Bolsonaro se salta los períodos en que prevalecían las políticas de asimilación y se remonta al siglo XVI para rescatar algo peor: el colonizador que duda de la humanidad plena de los indígenas. La semana pasada, se negó a garantizarles el acceso a agua potable y camas en hospitales durante la pandemia.

En la ONU, su diplomacia se alía con islamistas ultraconservadores para vetar términos como “educación sexual” y “género”. Hace unos días, se opuso a la expresión “salud sexual y reproductiva” en un texto propuesto por países africanos para prohibir la mutilación genital femenina. En la fundación creada para defender la cultura afrodescendiente, ha puesto a un presidente que acusa a los movimientos negros de “victimismo”, rescatando los tiempos en que el país fantaseaba que era una “democracia racial”. En Educación, tras destituir a una aberración que no se entendía ni con la gramática, ha nombrado a un pastor que defiende el dolor como método pedagógico. En Cultura, cada vez hay más acciones para exaltar el período imperial, que el bolsonarismo considera el apogeo de Brasil.

Es mucho más que retroceso. Es una construcción. Y está avanzando.

Traducción de Meritxell Almarza


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