Farmacéutica
Quizá pocas cosas se aprenden del sufrimiento: solo las palabras para expresarlo
Hace unos días protagonicé una curiosa presentación. Hice una sesión continua como si la librería Muga de Vallecas fuese un cine antiguo. Hablé de Pequeñas mujeres rojas, primero para 15 personas y después para otras 15. De 12.30 a 13.30 y de 13.30 a 14.30. Cambiaron las sillas entre sesión y sesión, y todo fue desinfectado. Llevábamos mascarilla. En la desescalada, los actos culturales parecen simulacro en la casita de muñecas. Después de haber intentado romperla, ahora generamos una cuarta pared transparente. Tangible e invisible mampara preventiva. Sin embargo, queremos conservar enc...
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Hace unos días protagonicé una curiosa presentación. Hice una sesión continua como si la librería Muga de Vallecas fuese un cine antiguo. Hablé de Pequeñas mujeres rojas, primero para 15 personas y después para otras 15. De 12.30 a 13.30 y de 13.30 a 14.30. Cambiaron las sillas entre sesión y sesión, y todo fue desinfectado. Llevábamos mascarilla. En la desescalada, los actos culturales parecen simulacro en la casita de muñecas. Después de haber intentado romperla, ahora generamos una cuarta pared transparente. Tangible e invisible mampara preventiva. Sin embargo, queremos conservar encendido el fuego, lo tratamos con mucho cuidado para que no se pierda. Son encuentros emocionantes. Este lo fue especialmente porque a la segunda sesión asistieron dos alumnas y un alumno. Una de las chicas y el chico habían pasado los peores momentos de la enfermedad en primera línea: él, médico en un centro de salud de Puente de Vallecas; ella, en una farmacia. Aunque la interacción aún resulta casi extraterrestre, nos emocionamos. A lo mejor es que la racionalidad es cálida, y la inteligencia, proporcional a la empatía. Pero ya callo, porque empiezo a sonar como una coach y ni la pandemia ni el confinamiento me han cambiado hasta ese punto. Callo porque quiero hablar de Marta, mi alumna farmacéutica: el día después de la sesión continua, me escribió un correo para relatarme su experiencia y que yo la compartiese con ustedes. No puedo explicar lo honrada que me siento por la confianza de Marta y lo importante que me parece este trabajo, este juego de megafonía, esta responsabilidad.
Marta me escribe y me gustaría que escuchásemos su voz. De su correo se deduce que no nos quedan muchas lecciones positivas de la pandemia. Quizá pocas cosas se aprenden del sufrimiento: solo las palabras para expresarlo. Para ella, lo peor ha sido ese egoísmo que ha pesado más que la solidaridad. Escribe Marta: “Que si la culpa es de los chinos, que si lo que pasa es que la culpa de tener el sistema sanitario colapsado es de los inmigrantes, que lo que hay para los españoles, (…) que si el Gobierno estaba confiscando —ojo con la palabra confiscar— las mascarillas, (…) y no trates de hacerles entender que las mascarillas tenían que ser para las personas que estaban trabajando con pacientes infectados, porque no, que no. (…) Entonces, se cierran los centros de salud para poder atender la emergencia sanitaria en la que estamos. Porque estamos en esta situación, y dejamos de tener el recurso de acudir al médico de cabecera. Las personas mayores se angustian por sus medicaciones crónicas y el teléfono de la farmacia echa humo, y es lo normal, para preguntarnos qué hacer y a quién pueden recurrir. (…) El nivel de miedo se dispara...”. Para Marta, quedan ancianas que abren la puerta con recelo, rocambolescas teorías de la conspiración e imágenes insoportables —no bellas— de un Madrid fantasmal. Un silencio mortuorio que ella amortiguaba oyendo música a través de sus cascos. Hay otra forma de acercarse a lo vivido. Pero, si no escuchamos a Marta, estaremos dando una visión hiperglucémica y embellecedora de estos días. Podemos aproximarnos a ellos en clave de comedia. Pero también tendremos que hacerlo en esa clave de tragedia que conduce inevitablemente a la farsa.